lunes, 15 de mayo de 2017

¿Es atea la ciencia?

¿Es atea la ciencia?



La pregunta fue planteada por el bioquímico y divulgador científico Juan Antonio Aguilera Mochón en el desarrollo de su conferencia titulada «La ciencia frente a las creencias religiosas» celebrada hace unos días como parte del ciclo «Conocimiento, racionalidad y laicismo» organizado por el seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada y Granada Laica. El mismo conferenciante era consciente de que preguntar si la ciencia es atea implica, a primera vista, incurrir en un error categorial, aunque no lo identificara explícitamente como tal. Porque, en efecto, uno de los modos de incurrir en tal error consiste en usar un concepto fuera de su campo de aplicación, traspasando así las fronteras del sentido. En el caso del adjetivo «ateo», si miramos su definición en el DRAE, quiere decir -en su primera acepción- «que niega la existencia de cualquier dios», y se nos indica que es sólo de aplicación a personas. Seguramente por ello el profesor Aguilera mostró datos estadísticos sobre el porcentaje de creyentes existentes dentro del gremio de los científicos, según los cuales la mayoría de los científicos «eminentes» no son creyentes, mientras que sí lo son la mayoría de los demás. Dato que puede ser interesante desde el punto de vista sociológico, un sugerente hecho desde el punto de vista de la psicología, pero irrelevante en términos epistemológicos, siendo en este último aspecto donde radica el interés de la cuestión de si la ciencia es atea, según entiendo yo. Que las señoras y señores científicos puedan ver -pongamos por caso- a Dios en aquello que contemplan a través del microscopio o del telescopio carece de importancia. Lo que importa es si es compatible con la forma de conocimiento instituida culturalmente a lo largo de la historia y que hemos dado en llamar ciencia. A este respecto hay que considerar la segunda acepción del adjetivo «atea» recogida en el DRAE, a saber: «que implica o conlleva ateísmo. Un racionalismo ateo». Por todo lo cual propongo que la pregunta «¿es atea la ciencia?» quede enunciada de forma más precisa tal que así: ¿implica el ejercicio de la ciencia, esa forma de conocimiento institucionalizada, un racionalismo ateo?
Y ahora pensemos una respuesta.
La ciencia que actualmente reconocemos como tal es un producto cultural que comienza a adoptar entidad institucional en los albores de la edad moderna con el acontecimiento histórico de la revolución científica. Es un hecho irrefutable que grandes protagonistas de la misma fueron sinceros creyentes del cristianismo en las diversas versiones que ya se daban en Europa tras el cisma luterano. Destacan los nombres de Galileo Galilei, católico, quien miró al universo como un libro que Dios había escrito usando el lenguaje de las matemáticas; Johannes Kepler, luterano, que aspiraba a conocer la mente de Dios mediante el conocimiento de las leyes que rigen el cosmos; Isaac Newton, arriano, quien tomó el espacio y el tiempo -absolutos para él- por el «sensorium Dei» (es decir, los sentidos de Dios). Pero no se olvide que estos sabios dieron lo mejor de sí en el transcurso del siglo XVII, cuando todavía Europa se hallaba presa de la inercia oscurantista de la edad media, y la separación de la filosofía -en cuyo seno crecía el germen de la ciencia moderna- del dominio de la teología aún no era un logro consumado. Dios era un postulado que nadie se atrevía a poner en duda; o más bien era una creencia inserta en el estrato más profundo de la vida de los hombres. Tanto era así que el ateísmo era sinónimo de insensatez. Tampoco hay que despreciar la cuestión, de gran relevancia teológica, de cuál era la noción de Dios que manejaban los padres de la ciencia moderna. Me atrevo a afirmar que poco tenía que ver con la idea de Guillermo de Ockham, el filósofo del siglo XIII, en la que primaba el atributo de la pura voluntad sin la cortapisa de un orden racional al que quedara sujeta la omnipotencia divina, y que tan bien plasmaba las matemáticas. O con la idea de los místicos de la época, o con la de los millones de creyentes católicos y protestantes del común de los mortales sumidos en la ignorancia y en la superstición. Sobre este particular la escritora británica Karen Armstrong publicó un libro hace años titulado Historia de Dios, donde nos muestra la diversidad de ideas sobre el Altísimo que en el mundo han sido desde la aparición de los tres monoteísmos. Eso sí, en cualquier caso Dios es siempre un ente autoconsciente, con voluntad, intenciones y un criterio moral en función del cual manda a los seres humanos proceder según su dictado con la ominosa amenaza de un terrible castigo. Dios es alguien, no algo. Esto es importante, porque según se ponga el debate en torno a la cuestión los defensores del «teísmo científico» cambian la noción de Dios a conveniencia, lo que es muestra de una descarada deshonestidad intelectual.
Llegados a este punto hay que reparar, aunque sea someramente, en la filosofía del herético judío Baruch Spinoza, filósofo de ese mismo prodigioso siglo XVII para la institucionalización definitiva de lo que hoy todos reconocemos como ciencia. «Deus sive substantia sive natura» es la frase que resume su tesis ontológica; es decir, la realidad es una, la naturaleza, cuya existencia no requiere de justificación al ser necesaria, por lo que ciertamente merece la consideración de Dios. Monumental herejía que le costó la expulsión de su comunidad religiosa de Ámsterdam, porque, ya fuese según el criterio judío, cristiano o musulmán, Dios es trascendente al mundo, que es creación suya; vale decir: Dios es la causa y la naturaleza su efecto. Ahora bien, para la ciencia sólo hay naturaleza, sólo causas inmanentes. Esto lo supo ver Spinoza en el momento de máxima efervescencia de la revolución científica. Recordemos estas sus palabras extraídas de su Ética demostrada según el orden geométrico: «Mas para mostrar ahora que la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta muchas palabras (...) Sin embargo, añadiré aún que esta doctrina acerca del fin trastorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que en realidad es causa, y viceversa.» No es de extrañar que Spinoza fuese el filósofo preferido de Albert Einstein, y que la famosa sentencia de éste asegurando que Dios no juega a los dados en su célebre polémica con Niels Bohr a cuenta de las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica no quebrante en absoluto el principio del racionalismo ateo.
Así se enfrentan los científicos, en tanto que científicos, es decir, en tanto que miembros de una institución, de una estructura construida históricamente y conformada según unas pautas ideales (entre las cuales se halla el archimentado método científico), a su tarea de construcción de un conocimiento objetivo, indagando las causas naturales. Es una exigencia de la institución a quienes quieren formar parte de ella que su forma de afrontar el conocimiento de la realidad no debe contar con entes sobrenaturales que no pueden ser objeto de falsación (recordemos: criterio de demarcación definido por Karl Popper para diferenciar taxativamente entre ciencia y pseudociencia). A este respecto conviene evocar el episodio de Pierre-Simon Laplace, el científico francés de principios del siglo XIX, al que se puede considerar representante de una ciencia ya consolidada como institución histórica, cuando Napoleón, refiriéndose a su obra Exposition du système du monde, le dijo: «Me cuentan que ha escrito usted este gran libro sobre el sistema del universo sin haber mencionado una sola vez a su creador»; a lo que replicó el genial sabio: «Sieur, nunca he necesitado esa hipótesis». Lo que no impide que haya científicos creyentes, los cuales, sin embargo, cuando trabajan como tales, no tienen en consideración la susodicha «hipótesis» (salvo que les de igual incurrir en craso ridículo ante la comunidad científica). Ocurrencias tales como el principio antrópico, la partícula de Dios en alusión al bosón de Higgs o el creacionismo científico (oxímoron donde los haya) son eso, ocurrencias que fascinan a las mentes ayunas de pensamiento científico -por desgracia la mayoría-. De igual modo, la honestidad intelectual, que implica aceptar los resultados de la investigación aunque no resulten agradables para los intereses personales de quien la realiza, es una exigencia de la institución a quienes trabajan para ella si es que quieren llamarse científicos. Ahora bien, científicos deshonestos haberlos haylos, como los hay creyentes. Pero -como reza en la liturgia de la misa católica- «Señor, no mires nuestros pecados, sino la fe de tu iglesia».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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