Rebeldía prematura
Nací hace 70 años en Ocaña, Norte de Santander, una tierra que tiene
una larga tradición de luchas, de poetas y pintores; un pueblito que,
pese a su pequeñez, cuenta con una Casa de la Cultura y un
Conservatorio.
Mi padre, Carlos Trigos, es de origen campesino.
Junto con más de una docena de hermanos creció en el campo, en las
fincas donde mis abuelos cultivaban el café y la cebolla. Mi madre,
Beatriz Torres, tenía un origen distinto: Hacía parte de una familia de
intelectuales. Sus hermanos eran abogados y su padre escribía para el
diario
La Opinión de Cúcuta; tal vez de ahí venga mi vena de escritora.
Aunque pertenecían a universos totalmente distintos, mis padres
lograron encontrarse y enamorarse. De su unión resultaron nueve hijos,
pero mi mamá, siempre tan consentida, contaba como una niña más. Juntos
decidieron criarnos en Ocaña. Allí mi papá construyó una casa que, por
su tamaño, se convirtió en el sitio perfecto para las fiestas; por eso,
como buena ocañera, nací y me crie bailando.
Mis hermanos y yo
crecimos en medio de muchas comodidades, pero sobre todo, en medio de un
ambiente de libertad, alegría y solidaridad muy grandes. Mi papá,
siendo santandereano, jamás tuvo un gesto machista; por el contrario,
valoró mucho las capacidades de sus hijas y no dudó en darnos alas para
volar. Yo, por ejemplo, me tomé esa libertad muy en serio. Era apenas
una niña cuando empecé a controvertir el orden y, de pantaloncitos
cortos, me trepé a una bicicleta, algo que para la época era cuestión
exclusiva de niños. Las vecinas le decían a mi mamá que me cuidara, no
sea que me fuera a salir de sus manos… Ninguna de ellas imaginaba
cuántas veces y en cuántos sentidos habría de subvertir el orden a lo
largo de mi vida.
Con apenas tres años ingresé al colegio de
las hermanas de La Presentación. Ahí aprendí a leer y a escribir, dos de
las pasiones más grandes de mi vida. También lideré todos los grupos
posibles; fui scout y formé un grupo de oración que, con los años, se
convirtió en un colectivo juvenil. Mi inquietud por lo social fue
precoz. Impulsada por las monjas y siendo tan solo una niña de primaria,
solía visitar los sectores más pobres de Ocaña. Conocí desde muy
temprano el rostro duro de la realidad y, desde muy temprano también, me
sentí interpelada por toda esa pobreza con la que mis ojos se cruzaban
en los barrios marginados del pueblo.
Opté por la vida religiosa, no por los conventos
A mitad del bachillerato me enviaron como interna a La Presentación de
Bucaramanga, un colegio costoso que mi papá financió con sus ingresos de
sastre-modisto. Fue ahí donde mi vocación por lo social se hizo más
fuerte, más consciente, más aguda. Pero esa vocación no sería mi único
descubrimiento: En el corazón de los barrios más míseros de Bucaramanga,
descubrí que la vida religiosa era un buen camino para servir a los
pobres; entonces, decidí hacerme monja.
En mi casa no lo podían
creer, me decían que no iba a durar más de seis meses en el convento.
¿Cómo una jovencita a la que le gustaba el baile, que había vivido su
infancia y su adolescencia en medio de tanta libertad, optaba por los
hábitos? Todos se rehusaban a creerlo, pero yo estaba tan decidida que
los fines de semana, cuando nos daban salida, prefería quedarme con las
monjas en el internado.
La congregación de las Hermanas
Dominicas de La Presentación es de origen francés. La historia de su
fundadora, Marie Poussepin, era, quizá, una de mis mayores motivaciones.
Su obra fundacional comenzó cuando recogió a las niñas huérfanas que
había dejado la guerra de Flandes en el siglo XVII. Eso la condujo a
renunciar a los claustros para conformar una cofradía religiosa activa,
dinámica, que caminaría y actuaría de cara a los menos favorecidos y no
de espaldas a ellos. Me parecía muy revolucionaria la idea de salir de
los conventos para insertarse en la vida real, para tener contacto
directo con los empobrecidos y luchar de su mano por la dignidad.
¡Estaba motivadísima, quería ser monja, pero no una monja de convento!
Era 1961 cuando decidí no regresar a mi casa; si regresaba era probable
que no me dejaran volver a Bucaramanga. Me llevé una gran sorpresa
cuando el 21 de noviembre de ese mismo año, día de la fiesta de las
hermanas de La Presentación, mis padres llegaron al internado. No
dijeron nada, no hubo un solo reproche. Con la mayor discreción me
ayudaron a preparar el ajuar y me llevaron al convento La Turena. Estar
ahí era un primer paso, un requisito. Debo admitir que me hacía falta la
música, pero me las ingeniaba y siempre encontraba la solución. En el
convento había un establo de vacas a las que les ponían música alegre
para que dieran más leche. Yo me escapaba y me iba al establo junto con
una compañera igual de loca a mí. Durábamos horas cantando y bailando
merengue en medio de las vacas, sus mugidos y las cantinas de leche.
Bonjour, Paris!
Tal como mi familia lo había vaticinado, duré tan solo seis meses en La
Turena. Salí de ahí, pero no precisamente porque haya decidido colgar
los hábitos. En Francia pidieron que se intercambiaran religiosas
latinoamericanas con europeas y yo quedé como candidata para continuar
mi formación en ese país. Tenía apenas 17 años, estaba en los años
efervescentes de la vida y no dudé en viajar. Para mi familia, por el
contrario, era muy difícil que yo partiera tan rápido, tan lejos; sin
embargo, nada me detuvo y me fui. Junto con trece compañeras más, tomé
el barco Virginia de Churruca en Cartagena. En él iban más de cien
mujeres y estudiantes cubanos a los que España les daría refugio para
terminar sus estudios. Era 1962, plena Revolución Cubana. Yo no tenía
muchas claridades políticas, pero admiraba el sentido de independencia
de Cuba y me gustaba conversar con mis compañeros de viaje sobre la
situación de su país.
Después de atravesar el atlántico,
llegamos a Barcelona y tomamos un tren a París. La casa de formación
quedaba en Turenne, una ciudad hermosa, llena de castillos, a escasos
minutos de París. Nuestra casa había sido una fortaleza en el pasado, lo
que le daba un toque de misterio a nuestra estancia. Todo era una
novedad para mí. En ese momento, la educación religiosa estaba sufriendo
grandes trasformaciones por influencia del Concilio Vaticano Segundo
que animaba a la vida religiosa a salir de los conventos para insertarse
en los procesos sociales que se gestaban con tanto furor. Teníamos un
lujo de profesores de Historia, Filosofía y Literatura. Fue la época de
las más intensas lecturas y dilemas filosóficos. Leí con mucha
entusiasmo a Nietzsche, a Camus, a Jean Paul Sartre y a Simone de
Beauvoir. Sus letras me revolucionaban por dentro, me permitieron
cultivar como nunca mi pasión por la lectura y me ayudaron a reafirmar
mi convicción profunda de servicio.
Viví en Francia durante
diez años: de 1961 a 1971. Fueron años efervescentes. Viví la revolución
estudiantil de París del 68, fui testigo de grandes cambios políticos,
culturales, filosóficos; transformaciones que no dejaron de influir en
la Iglesia. En el Instituto Católico de París, lugar donde estudié, me
encontraba periódicamente con otros jóvenes latinoamericanos. Pasábamos
horas enteras discutiendo sobre los movimientos revolucionarios que se
gestaban en América Latina. Entonces, di mis primeros pinos en el campo
de la Teología de la Liberación. Estando allá sucedió el asesinato de
Camilo Torres. Los estudiantes de la Sorbona hicieron un entierro
simbólico, una marcha a la que, por supuesto, asistí en primera fila.
El Diamante bumangués
Después de diez años en Francia, regresé a Bucaramanga. Llegué en un
momento muy álgido de la historia del país. Anhelaba ser parte de esa
historia, quería tomarla por las riendas, que no pasara sin que yo
interviniera de alguna manera en ella.
Junto con una compañera
que había vivido conmigo en Francia nos rehusamos a encerrarnos en el
convento y pedimos que nos dejaran ir a vivir a un barrio popular. La
respuesta por parte de las superioras fue un no rotundo. Aun no habíamos
hecho los votos perpetuos y eso se convirtió en un impedimento. De
todas maneras seguimos luchando hasta que al fin, después de todos los
obstáculos posibles, nos dejaron ir a vivir a El Diamante, un barrio
pobre de casitas pequeñas que el Instituto de Crédito Territorial había
proveído.
Un año antes de nuestra llegada, habían abierto los
INEM en Bucaramanga. Me postulé como docente y pasé. Eso también causó
revuelo. Se suponía que una monja dominica debía enseñar en un colegio
privado de niñas o en un internado y no en una institución oficial. Yo,
sin embargo, quise romper con esa tradición, sumergirme en el pueblo,
vivir como el pueblo y vibrar con el pueblo. Y por querer vivir así y no
en el encerramiento, me negaron por primera vez los votos perpetuos.
Dos de las hermanas que vivían en El Diamante – una de ellas había
llegado de Chile, huyendo de la dictadura militar- estudiaron Trabajo
Social en la Universidad Industrial de Santander (UIS). Esto nos acercó
al movimiento estudiantil, a las marchas, a los paros, a las revueltas;
algo de lo que las madres superioras, en su terrible aislamiento, ni se
percataban. Isabel Sarmiento, una de mis compañeras, hizo de nuestra
casa del barrio el punto de encuentro con sus amigos de la UIS. Todos
los días llegaban varios muchachos a estudiar y a hacer tareas por lo
que la casa empezó a ser estigmatizada, señalada como centro de
convergencia de los subversivos. Para el año 72, el Ejército ya nos
había montado toda una operación de inteligencia. Después supimos que
nos habían hecho seguimiento durante las marchas, que nos habían
fotografiado y que nos tenían en la mira.
En el 73, expulsaron a
diez estudiantes de la UIS por plantear novedades, por su irreverencia.
Entre esos estudiantes cayeron un joven invidente y la hermana Isabel.
Ante semejante escándalo, el obispo Rueda Hernández nos mandó a llamar.
Las superioras estaban furiosas, nos dijeron que nos teníamos que
retirar de la Congregación. El obispo se había enterado que visitábamos
con frecuencia a Roberto Becerra, a Saúl Anaya y al Gordo Zabala, tres
sacerdotes de Golconda que habían caído presos por revolucionarios, por
pertenecer supuestamente al ELN. En consecuencia, nosotras también
fuimos tildadas de guerrilleras… Era común por esa época ver al
pensamiento crítico y disidente encarcelado.
Finalmente, y
después de toda una inquisición, no nos echaron del todo, sino que nos
pidieron tres años por fuera para que ‘pensáramos bien las cosas’. Yo no
tenía nada que pensar. Llevaba catorce años en esto, no estaba dentro
de mis planes retirarme de la Congregación. Quería vivir mi vida
religiosa, pero sin abandonar mi compromiso con la sociedad, tal como lo
había hecho, tres siglos atrás, Marie Poussepin.
Dos de las
hermanas que vivíamos en El Diamante nos retiramos de la Congregación.
De la polémica Isabel no se pudieron deshacer tan fácilmente porque ya
había hecho sus votos perpetuos. Dejé de ser dominica temporalmente,
pero mi opción por el pobre no tenía reversa y desde cualquier lugar, en
cualquier situación, estaba resuelta a entregarle la vida a ello. No
podía volver atrás: Lo que había vivido en mayo del 68, en El Diamante,
en el INEM y en la UIS me había marcado tanto que resultaba imposible
retroceder una página en mi historia.
La gaminería
En 1974, me trasladé a Bogotá. Isabel había llegado meses antes y
estaba trabajando en el Programa de Bosconia, junto al padre Javier de
Nicoló y cientos de gamines del Cartucho. Al conocer el proyecto,
renuncié al INEM y me sumé a él. Esta obra, eminentemente asistencial,
necesitaba un componente crítico, constructivo. Las rupturas que genera
la vida callejera en un joven debían ser asistidas con un enfoque
diferente y a mí me surgieron varias ideas al respecto. Le apostamos,
entonces, a una estrategia de rehumanización, de reconstrucción de la
dignidad de los muchachos.
Isabel y yo comprendimos que el paso
de la calle al internado era una transición muy difícil para los
muchachos y que no podía efectuarse de manera inmediata. Entonces
implementamos un paso intermedio. Se trataba de una casa, ubicada detrás
de la iglesia del Voto Nacional, a la que los muchachos llegaban en las
noches para descansar. Para atender a los jóvenes de manera adecuada
Isabel y yo decidimos vivir ahí. Empezamos un proceso de humanización
con grupos de 24 jóvenes a los que atendíamos durante tres semanas. En
la primera semana, los escuchábamos, los bañábamos y les dábamos de
comer. En la segunda, les mostrábamos lo que les íbamos a ofrecer:
escuela, talleres y vivienda. Finalmente, en los últimos días de la
tercera semana, los llevábamos de campamento a Fusagasugá. Allá decidían
si continuaban o no en el programa. De los 24, aproximadamente la mitad
decidían cortar con la calle; los demás regresaban a ella.
Siempre supimos que para que el proyecto tuviera resultados debíamos
crear lazos de confianza con los niños, es por eso que todas las mañanas
poníamos en marcha la Operación Amistad. Íbamos a visitarlos a las
calles, dialogábamos con ellos y nos hacíamos amigos. En las noches nos
invitaban a conocer sus camadas, como le llaman a su grupo de amigos.
Encendían una fogata, hacían una roda alrededor de ella y daban inicio a
un ritual en el que se rotaban sus cachitos de marihuana como símbolo
de amistad.
Eso me permitió adentrarme en la calle, conocer su
cultura, integrarme a sus ‘galladas’ y a sus ‘camadas’; descubrir cómo
funcionaban los liderazgos; comprender la lógica de su vocabulario;
descifrar su filosofía de vida y descubrir las razones que los habían
llevado hasta ahí. Era realmente conmovedor ver cómo, en medio de tan
profundo abandono, el sentido de hermandad y solidaridad florecía: Cada
noche un grupo de muchachitos se abrazaba hasta enroscarse para darse
abrigo… ¡Y pensar que les llaman desechables!
Mientras
trabajaba con los gamines, validaba la licenciatura de Filosofía en la
Universidad Santo Tomás. Mi tesis, por su puesto, tuvo todo que ver con
ellos y con la propuesta pedagógica que habíamos puesto en marcha. Esa
propuesta se basaba en el Poema Pedagógico de Anton Semionovich
Makarenko: Un modelo de educación alejado de las tradiciones,
fundamentado en la libertad y en la comprensión. Los niños que
recuperamos estudiaban así, en un ambiente de muchas libertades, en
escuelas amplias, al aire libre, en salas espaciosas. La lógica de la
vida callejera que traían consigo no podía ser brutalmente reducida a
las cuatro paredes de un salón.
Los tormentos de La Paz
El Cartucho era un mundo distinto al de El Diamante y aunque
concentramos toda nuestra atención en los gamines, también logramos
vincularnos al movimiento social; después de todo lo que vivimos en
Bucaramanga, no podíamos ser ajenas a tanta efervescencia. Isabel entró a
la Universidad Nacional para terminar la carrera que había empezado en
la UIS. Por esa vía continuamos vinculadas a la militancia, a las
protestas y a todo el entusiasmo popular de los setentas. Tiempo después
conocimos a Blanca, otra monja de La Presentación que también había
renunciado al convento para irse a vivir a los barrios marginados de
Bogotá. Ella es única en su especie, rara, diferente, como Isabel y como
yo; es socióloga y artista de la Nacional; en ese entonces, vivía cerca
al barrio 20 de julio y, en lugar de hábito, usaba yines rotos. Nadie
sospechaba que era dominica.
Después de tres años y medio de
vivir entre gamines y de haber recuperado a decenas de niños de la
calle, decidimos trasladarnos, junto con nuestra nueva compañera, al
barrio La Paz, en el Cerro de Monserrate, lugar del que precisamente
habían salido muchos de los jóvenes a los que atendimos en programa
Bosconia. La Paz era terrible. Cuando llegamos comprendimos por qué los
muchachos de ese barrio no perseveraban en el proceso que les
ofrecíamos. Era un mundo de delincuencia: Sus habitantes vivían de los
atracos que hacían diariamente en el Paseo Bolívar. Las mujeres tenían
puestos de fritanga, pero los hombres vivían básicamente del robo. Irnos
a vivir a La Paz fue una verdadera locura, pero valió la pena. Los
mismos muchachos que habíamos atendido en el Cartucho ahora nos
protegían; la gente se quedaba perpleja al ver que, en lugar de hacernos
daño, se acercaban para abrazarnos y besarnos.
A esa locura se
sumó una cuarta hermana. Se trataba de Adela Ramírez, una
nortesantandereana que tenía una gran sensibilidad por el arte porque
provenía de una familia de pintores y escultores. Por ella y por Blanca
nos enrolamos en el mundo del arte. Alternábamos el trabajo comunitario
en La Paz, con el estudio, el teatro y las exposiciones. Años después,
en Trujillo, uno de los lugares más maltratados y violentados de
Colombia, podría constatar el poder que tiene el arte para sanar las
heridas de la guerra.
En La Paz creamos un vínculo de amistad muy fuerte con los jesuitas del Cinep
[1].
Junto a ellos, volvimos a fortalecernos en el ámbito del movimiento
social y político. Los primeros de mayo salíamos a marchar sin falta; a
veces teníamos que agarrarnos de gancho para atravesar calles
terriblemente militarizadas. Por ese entonces, la represión era muy
dura. En alguna ocasión se llevaron presos a dos de nuestros compañeros
jesuitas y sufrimos mucho porque temíamos que los trasladarían a las
caballerizas de Usaquén para torturarlos. De esa salieron vivos, pero
uno de ellos no se salvaría de la guerra sucia. A Mario Calderón lo
asesinaron vilmente junto con Elsa Alvarado, otra investigadora del
Cinep, en el año 97. En esa época ellos estaban metidos de lleno en el
páramo de Sumapaz trabajando con ecologistas y campesinos en varios
proyectos ambientales. Defender los derechos de la gente con tanta
convicción y fortaleza fue su condena.
También eran épocas de
desalojos. Los habitantes de La Paz empezaron a ser brutalmente
desalojados de sus casas bajo el pretexto de que se iba a construir el
parque Simón Bolívar en el sector. San Martín y Pardo Rubio, los barrios
que quedan detrás de la Javeriana, ya habían padecido la violencia de
estos episodios y, curtidos en el tema, decidieron apoyar a los
habitantes de La Paz para resistir la agresividad con la que la Policía y
los hombres de casco amarillo del Distrito llegaban a destruir sus
ranchos.
Recuerdo que, con el barrio en pleno, el abogado del
Cinep que defendía a las familias del proceso de desalojo se sentaba con
su máquina de escribir frente al abogado del Distrito -que permanecía
de pie porque no le dábamos asiento-. Cuando él hablaba gritábamos las
consignas lo más fuerte posible para no dejarlo pensar. En cambio,
cuando hablaba el del Cinep, silencio total. Los niños más grandecitos
se sentaban junto a los hombres de casco amarillo para escuchar lo que
decían. Entonces nos traían los recados: “Tranquilos, ellos tienen
miedo”, decían. Las señoras, por su parte, invitaban a los policías a
tomar agua panela o tinto y, de esa manera, conseguían bajar su
agresividad… Cuando de resistir a la injusticia se trata, el pueblo
siempre tiene buenas ideas.
Monja chiviada, votos chiviados
Estando en La Paz, pedí reingresar a la Congregación. Para hacer los
votos perpetuos las superioras me exigieron como requisito trabajar un
año en el muy elegante Colegio de La Presentación de Sans Façon. Yo les
dije que ese requisito era otra señal que Dios me enviaba para no ser
dominica. Después de haber vivido con gamines y de trabajar tan
arduamente en La Paz, resultaba imposible que yo me fuera a encerrar a
un convento. Entonces entro en contradicción, les agradezco y me
devuelvo al barrio. Cuál sería mi sorpresa cuando la madre superiora a
nivel mundial me llamó para decirme que ella conocía mi compromiso y que
me permitía elegir el lugar donde quería hacer el año restante de
preparación.
Resultó una vacante en la escuela Normal de
Gachetá, a tres horas de Bogotá. Acepté bajo la condición de que me
permitieran ir mensualmente a La Paz, pues no quería perder ese pozo de
espiritualidad, de compromiso y de movilización.
En Gachetá di
clases a estudiantes de grados noveno, décimo y once. Mientras trabajaba
como profesora hubo el paro más grande de educadores y yo, formando a
jóvenes que iban a ser maestras, no dudé en sumarme a las protestas y en
organizar las marchas en el pueblo. No me podía quedar inmóvil,
inactiva; donde iba hablaba de derechos e incentivaba a la gente a
reivindicarlos.
Después de un año en Gachetá volví a La Paz. La
superiora local dijo que yo era muy terca y desobediente y me negaron
una vez más los votos. Pasó otro año hasta que la superiora mundial me
volvió a llamar y, convencida de que yo podía aportarle a la Iglesia
algo diferente, me permitió hacer los votos. Dejaría entonces de ser ‘la
monja chiviada’, apodo con el que me habían bautizado los gamines del
Cartucho.
Vestida con un hábito prestado, hice mis votos en el
convento de Sans Façon, pero, sin decirle nada a nadie, cambié su
fórmula tradicional. Me rehusé a decir que hacía “mis votos de pobreza,
obediencia y castidad según las constituciones de las hermanas dominicas
para vivir y morir al servicio de la Iglesia en el ejercicio de la
caridad”. En coherencia con la vida por la que había optado dije que
hacía mis votos “para vivir y morir al servicio de los empobrecidos de
nuestra sociedad a causa de la injusticia y para vivir en el amor”.
Creo en Cristo y en su radicalidad
Así como a algunos los alimenta una ideología o una política
partidista, a otros nos alimenta la Teología de la Liberación. Los
políticos suelen tener personajes de referencia. Algunos, por ejemplo,
se aferran al legado de Gaitán, de Galán, de Luther King o de Gandhi.
Nosotros, los cristianos comprometidos, también tenemos un referente y
es Dios: un Dios liberador, revolucionario, que se compromete, que
escucha, que se conmueve, que desciende de las alturas para caminar
junto al pueblo, para animarlo a su liberación.
Uno de mis
mejores estímulos ha sido, quizá, el Evangelio, que no es más que la
memoria histórica de la dominación y la resistencia de los pueblos. Tal
es el caso de la historia de Israel, un pueblo amenazado, excluido y
dominado por los persas, los griegos y los asirios; de la entereza de
Moisés; de la valentía de muchas mujeres que se unieron en una red
liberadora para oponerse al Faraón que había ordenado ahogar a sus hijos
en el río Nilo. El Nuevo Testamento me muestra a un Dios que se hace
hombre, que se hace pobre, marginado, que rompe con la ley, que toca al
leproso, que habla con la mujer samaritana. Me muestra a un Jesús
comprometido ante la dominación romana; a un Jesús perseguido desde
antes de nacer; a un José obligado a huir a Egipto. Todo aparece en
clave de liberación y yo lo interpreto en relación con lo que está
pasando en la actualidad. La Palabra me remite a aquellos que hoy son
obligados a ir al exilio, a los que hacen oposición a un sistema
injusto, a los más de seis millones de desplazados.
¿Cuántas
veces no intentaron lanzar a Jesús desde un peñasco? ¿Cuántas veces no
intentaron matarlo hasta que lo clavaron en la cruz? ¿Cuántas veces en
este país no han intentado crucificar a los que se han opuesto a la
barbarie y a la injusticia? Y aun así, con el peso de la cruz y de la
ignominia a cuestas, seguimos implorando: “Perdónalos, Señor, porque no
saben lo que hacen”.
El testimonio de Jesús me hizo su
seguidora. Hacer una hermenéutica distinta de su palabra fue todo un
reto espiritual. Desde que estaba estudiando en París supe que para Dios
bienaventurados son los que luchan por la justicia; que la vida
religiosa no es una vida para la acumulación de bienes ni para vivir en
conventos elegantes; que como buenos seguidores de Cristo, estamos
llamados a insistir y persistir en la búsqueda de la equidad; que aunque
resulte difícil alcanzar el nivel de radicalidad y entrega de Jesús,
debemos procurar un mínimo de coherencia. El Evangelio lo dice: “Os
llevarán a las sinagogas, os maltratarán, no les harán honores ni
reconocimientos”, pero si uno se prepara para eso, no se deja acobardar
ni intimidar, ni siquiera cuando le ponen un revolver en el corazón,
como los paramilitares lo hicieron conmigo en San José de Apartadó.
En medio de un ambiente tan hostil muchos seguimos creyendo que no hay
amor más grande que dar la vida por el otro. Jesús dijo “nadie me quita
la vida, yo la doy libremente” y eso es lo que nosotros, los cristianos
comprometidos, tenemos que hacer. Una fe sin obras es una fe muerta y es
sólo en las obras donde nuestro compromiso con la fe será evidente.
De invasiones, ranchitos y garrotes
En 1982, curtidas por la experiencia en el Cerro de Monserrate, tomamos
la decisión de vivir una experiencia aún más radical y optamos por ir a
vivir a Bosa.
Llegué junto con Blanca e Isabel a Juan Pablo I,
barrio que anteriormente recibía el nombre de Las Poncheras de los
Gavirias. Se llamaba así porque un señor de apellido Gaviria se había
tomado las tierras y las había vendido a muy bajo costo entre la gente.
El barrio contiguo, donde vivo actualmente, era un conjunto de lotes que
el padre Carbonell había donado y que, poco a poco, fueron construidos
con pequeñas casitas del Instituto de Crédito Territorial.
Vivíamos en el primer piso de una casa. Una alcoba la ocupaba un señor
de edad con su hijo y en la otra nos instalamos las tres. Además del
camarote y de los cajones de gaseosa donde guardábamos los libros, no
teníamos nada. La luz la tomábamos de los postes y el agua por
mangueritas ¡Éramos tan radicales!
Aunque los habitantes de
estos barrios tan pobres eran perseguidos a punta de palo, garrote y
militarización, siempre se negaron a salir de allí. Cuando llegué y me
encontré con esa situación escribí un poema, se titula
Morada de Violencia y Miseria e ilustra en detalle lo que sucedía:
Llegamos una noche a construir nuestra morada
Es la construcción de una morada de hombres
Porque el hombre es digno de tener morada
Una morada donde vivir, una morada donde crecer
Una morada que fuera testigo del amor, del sufrimiento, de la pobreza, del grito profundo de la vida.
Llegamos una noche a construir nuestras moradas en tierra frágil de Poncheras de Gaviria
Llega el adulto, llegan las palas, llegan las picas, el martillo y el serrucho
Llega la mujer valiente con su pecho erguido
Llega el niño con lágrimas que alumbran
Llega el joven, testigo de esta lucha, a vigilar nocturno la morada de violencia.
Llegamos una noche a construir nuestras moradas y se oyen latir mil corazones
Se oyen pasos de firmeza y de aventura
Se oyen voces de protesta y reclamo.
Llegamos una noche a construir nuestras moradas
Pero al mismo tiempo llega la Violencia, la amenaza de muerte
Llega la fuerza del dominio que destruye y aplasta
Llega la ley que apresa la libertad anhelada
Llega el mercenario que negocia y engaña
Llegan los golpes, llega el palo y el fusil
Llega la autoridad y el pito que ensordece
Llegan las rejas, llega el juicio oficial
Y todo se convierte en las Poncheras de Gaviria,
En la morada de violencia y miseria.
La historia de la morada me la contaron ayer
Pero la violencia y la miseria aún están presentes
Es la violencia del político que miente
Es la violencia del gamonal de turno
Es la violencia del rechazo de un niño en una escuela
Es la violencia de una madre que muere desangrada
Es la violencia del hombre alcoholizado
Es la violencia de un sueldo de hambre.
Llegamos una noche a construir nuestra morada
Violencia y miseria van de la mano
La violencia es miseria y la miseria es violencia
Y no queremos más moradas de violencia
Y no queremos más moradas de miseria.
El Taller Mujeriego y Los Hijos del Pueblo
La casa en la que vivimos actualmente, en el barrio Carbonell, solía
ser una casa comunitaria que, durante mucho tiempo, sirvió como punto de
encuentro de un grupo de mujeres con las que conseguimos construir una
fuerte organización femenina. Vendíamos ropa, criábamos pollos,
sembrábamos hortalizas en los lotes y Guillermo Álvarez, un médico
alternativo, les enseñó a hacer cultivos hidropónicos de plantas
medicinales para la fabricación de pomadas y purgantes. En torno a esas
actividades las mujeres fueron construyendo fuertes vínculos de amistad y
solidaridad que dieron lugar a un profundo sentido de unidad.
Finalmente nació el Taller Mujeriego, un espacio donde las mujeres se
reunían a tejer y a formarse políticamente. Era necesario que ellas
tomaran conciencia de su realidad desde una perspectiva crítica, que
conocieran cuáles eran sus derechos y que los reivindicaran. Nosotras
estuvimos ahí para enseñarles, para contarles lo que sucedía en el país,
para motivarlas a luchar por una mejor calidad de vida y estimularlas a
que permanecieran organizadas. Fue realmente maravilloso ver como unas
mujeres que vivieron durante mucho tiempo en una situación de rezago
social, se convertían, poquito a poco, en sujetos políticos y de
derechos.
Los frutos de esa formación no tardaron en germinar.
Las mujeres del barrio comenzaron a movilizarse, a participar de las
marchas del primero de mayo, a tomarse las autopistas aledañas a Bosa y a
hacer plantones frente a las grandes empresas. Una de las protestas más
duras fue la que hicieron en una empresa de cultivo de flores de
Facatativá por sus derechos laborales.
Con los jóvenes también
impulsamos un proceso de formación política en derechos humanos. El
grupo juvenil que resultó de esa formación fue bautizado como ‘Los Hijos
del Pueblo’ y estaba conformado por casi treinta muchachos que, pese a
no haber terminado el bachillerato, tenían grandes ideas para ayudar a
mejorar las condiciones de vida de sus vecinos.
Varios
estudiantes de la Universidad Pedagógica, donde por entonces yo dictaba
una cátedra, fueron a Bosa a hacer su práctica profesional y capacitaron
a esos jóvenes para que se convirtieran en maestros de los niños más
pequeños del barrio. Una vez capacitados, los jóvenes adecuaron sus
casas como hogares infantiles y empezaron a recibir grupos de niños
entre los dos y los cinco años de edad. Tiempo después, el Bienestar
Familiar copiaría la idea y daría lugar a sus hogares comunitarios.
Así también se fue gestado el Hogar Infantil El Pueblo. Conseguimos
algunos recursos y alquilamos una casa grande para que los grupos de
niños no estuvieran dispersos por las casitas de los jóvenes. Las
mujeres del Taller Mujeriego se encargaron de dotar el nuevo Hogar con
juguetes e instrumentos de aprendizaje fabricados por ellas mismas; eran
muy recursivas. Fue en El Pueblo donde las mujeres y los jóvenes se
jugaron todo como organización. Todos habían adquirido una conciencia
política muy grande y miraban su contexto con ojos críticos. Cuando el
Estado aparecía sólo lo hacía para reprimir violentamente a la gente,
por eso no hubo camino diferente al de la recursividad, la creatividad y
la movilización social.
Cuando el M-19 llegó a Bosa
El barrio había superado los traumas de la represión de la primera toma
de tierras, pero hacia finales de los 80 hubo nuevas invasiones. Junto
con una cantidad de vendedores ambulantes de Abastos, el M-19 se tomó un
terreno contiguo a Juan Pablo I que pertenecía a la familia Puyana.
Luego llegó un grupo de recicladores a invadir otros lotes cercanos. Los
vecinos de Juan Pablo I, ni cortos ni perezosos, decidimos apoyar la
toma de los terrenos. Recuerdo que los del M-19 asaltaban los carros que
transportaban leche y alimentos y repartían mercados entre los
invasores. La miseria y la marginación eran muy grandes y como a la
miseria no han sabido darle un tratamiento distinto al de la
militarización, la violencia y el terror del Estado no tardó en llegar.
La policía y los militares incendiaban los cambuches y acordonaban el
terreno para que nadie pudiera pasar. Pero la gente resistía, no se
doblegaba.
Todo eso convirtió a Bosa en un referente del
movimiento cívico en Bogotá. La gran ola de violencia por la que
atravesaba el país en los años ochenta también nos tocó y fue dramática,
sin embargo, nos unió como comunidad. El genocidio contra la Unión
Patriótica, los magnicidios de Luis Carlos Galán, José Antequera, Jaime
Pardo Leal, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo y de muchos otros
animaron a la gente a la movilización. Hubo muchos intentos por
desarticularlas, pero las organizaciones femeninas y juveniles se
fortalecieron y dieron luz a nuevos procesos organizativos que empezaron
a actuar no solo en el marco de la realidad de su barrio, sino también
en el de la realidad de un país que se desangraba a causa de la guerra
sucia.
Una Comisión por la Justicia y por la Paz
En el año de 1988, en medio de un contexto supremamente hostil, nació
la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, una organización
integrada por miembros de 24 congregaciones religiosas que, encabezada
por el padre jesuita Javier Giraldo, le apostaría a la promoción y
defensa de los derechos humanos.
Los niveles extremos de
violencia nos obligaron a articularnos, a pensar en nuevas ideas y
proyectos para defender a las comunidades de tantos atropellos y
arremetidas. Fueron años de masacres. El horror llegó a Segovia, en
1988; a La Rochela, a Simacota y a Trujillo, en 1989; a Puerto Bello y a
Paime en 1990; a Portugal de Piedras y a Soacha, en 1993. Año tras año,
la muerte y la sevicia llegaban a alguna parte para infundir terror… La
vida religiosa no podía seguir tan apartada, tan poco comprometida con
semejante realidad.
En esa época surgieron muchas iniciativas
por la defensa de los derechos humanos. La Comisión Intercongregacional
se articuló con otras organizaciones defensoras como el Colectivo de
Abogados José Alvear Restrepo, la Asociación Nacional de Ayuda
Solidaria, la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos, la
Comisión Colombiana de Juristas y la Corporación Sembrar. Esta
articulación resultaría clave para los procesos que adelantaríamos en
diferentes regiones, especialmente en el Valle del Cauca.
Con
la Comisión llegamos primero a Barrancabermeja que, para ese entonces,
era azotada por el paramilitarismo. Estando allá íbamos al barrio María
Eugenia, un lugar al que ni los buses se atrevían a ir. A ese barrio
llegaban todos los desplazados de Carmen y San Vicente del Chucurí y de
San Pablo-Bolívar para alojarse en las escuelitas. Nosotros les
ofrecíamos asistencia humanitaria y por eso fuimos tildados de
guerrilleros. Recuerdo que cuando nos asomábamos por las ventas de los
salones, los militares ponían su fusil sobre el vidrio, apuntándonos en
la cabeza… ¡Qué cobardes!
Luego fuimos al Ariari, en el Meta,
donde el genocidio contra la Unión Patriótica arremetía con toda su
furia. Después estuvimos en la cuenca de Cacarica, Chocó, donde la
violencia paramilitar estaba exterminando a la población.
De
Cacarica nos trasladamos a San José de Apartadó, mí mejor escuela en
derechos humanos, pero sobre todo en el ámbito de la resistencia, la
resistencia de la vida real, de la vida cotidiana. Los campesinos con
los que trabajé ahí eran unos verracos, habían sido formados por la
Unión Patriótica y eso les había permitido construir una conciencia
política muy sólida; eran indoblegables. Es por eso que la Comunidad de
Paz de San José de Apartadó no se repite en el país, ¡es única!
Allí, de cara a la sevicia de los paramilitares, de cara a la
impunidad, de cara a unas Fuerzas Militares criminales, nos formamos
como defensores de los derechos humanos, como guardianes de la vida.
Esta comunidad, tan humilde, tan aguerrida, tan resistente, tan
amenazada, nos dio más de lo que cualquier libro hubiera podido darnos.
Esos campesinos han sido, sin duda alguna, mis mejores maestros. Todavía
recuerdo a Aníbal Jiménez, el campesino que compuso el himno de la
Comunidad de Paz y que mataron. También recuerdo a Luis Eduardo Guerra,
¡Qué simpatía! ¡Qué facilidad para expresarse! A él también lo mataron.
Recuerdo a Rigoberto Guzmán y las lecciones que nos daba con su
liderazgo. Los paramilitares reunieron a toda la comunidad solo para que
presenciaran su fusilamiento. Todavía los recuerdo, todavía los
recuerdo…
Años más tarde, me abrieron dos procesos por
supuestamente injuriar y calumniar a los militares de la Brigada XVII de
Apartadó. Debía presentarme en Paloquemao a enfrentar a un juez que me
bombardeaba con preguntas para sacarme información sobre los líderes de
la Comunidad de Paz. Yo me aprendí casi de memoria la Declaración de los
Defensores de Derechos Humanos y siempre defendí mi derecho a la
confidencialidad. Un día, agotada de tanta arbitrariedad e
intransigencia, le llevé una carta al juez en la que le decía que yo no
declaraba más porque no creía en la justicia colombiana y que repudiaba
sus altos niveles de impunidad frente a crímenes tan atroces como los
que se habían perpetrado en Apartadó. Finalmente, fallaron a mi favor y
los procesos fueron archivados.
En medio de todas esas
experiencias la Comisión Intercongregacional fue tomando fuerza. Ya no
nos convocaba solo una opción por los empobrecidos, por los lugares más
vulnerables de las grandes ciudades o por la asistencia humanitaria. Nos
convocaba la defensa de la vida misma. Y seguimos preparándonos y
seguimos articulándonos y las amenazas empezaron a llegar y muchos
tuvieron que irse al exilio, pero seguimos. En la sede de la Conferencia
de Religiosos de Colombia, en Bogotá, empezamos a construir la base de
datos de luchas sociales que ahora está en el CINEP. A esa sede también
llegaba Eduardo Umaña Mendoza a prepararnos; tan brillante, como
siempre, nos daba unas conferencias claras y contundentes. Yo creo que
todo el bagaje de la universidad se quedaba corto comparado con todas
estas experiencias vividas.
Trujillo, un lustro continuo de masacres
Uno de los trabajos más arduos de la Comisión y de mi vida ha sido en
Trujillo, Valle del Cauca. Un lugar al que me he entregado con entera
convicción durante 18 años ininterrumpidos.
Que Trujillo haya
sido un lugar tan martirizado por la violencia no es gratuito. Muchas
variables han confluido para que ese municipio del noroccidente del
Valle se haya convertido, desde 1989, en epicentro de una sistemática
violación de los derechos humanos.
La parte rural de Trujillo
se ubica en las estribaciones de la cordillera occidental. Esta zona
colinda con Chocó, lo que la convierte en un corredor estratégico. Por
otra parte, Trujillo tiene dos cañones: el de Petaquero y el de
Garrapata, los cuales garantizan el acceso al mar pacífico. La zona
cuenta, además, con una reserva hídrica y forestal muy importante que la
ha convertido en blanco de la empresa Smurfit Cartón de Colombia.
Así mismo, el pueblo ha sido epicentro de las operaciones de dos
organizaciones muy grandes del narcotráfico: Una encabezada por Diego
Montoya, alias Don Diego, y otra encabezada por Henry Loaiza Ceballos,
alias el Alacrán. A eso se suma que Trujillo ha sido un pueblo religioso
y políticamente conservador, dominado por una casta política
gamonalista conformada por los Holguín, los Espinosa y los Giraldo.
Todos esos factores convergieron e hicieron de Trujillo un pueblo en el
que la masacre que no cesa, como bien lo denominó el Grupo de Memoria
Histórica en uno de sus informes.
En ese contexto, aparece la
figura de Tiberio Fernández, un párroco bastante particular al que
admiro profundamente. Tiberio era un campesino oriundo de Salónica, el
mismo corregimiento de donde provenía alias Don Diego. Su familia era
pobre y solo le pudo proporcionar la primaria, pero los jesuitas, que lo
habían conocido en una misión de navidad en la que se había destacado
por su chispa y su intelecto, le proporcionaron el resto de los
estudios. Terminó el bachillerato en Tuluá, luego se hizo sociólogo y
finalmente fue enviado a Europa. Después de crecer intelectual y
académicamente tomó la decisión de convertirse en sacerdote. Regresó a
Trujillo en 1988 y asumió el rol de párroco. Allí implementó 24
cooperativas, una idea de economía alternativa que había traído de
Europa. Abrió varias ebanisterías y almacenes comunitarios para las
mujeres y organizó a los campesinos en torno a la siembra de café. El
objetivo de esta propuesta era fortalecer la integración de la comunidad
y, sin duda alguna, se consiguió. En 1989, se dieron las grandes
marchas campesinas en diferentes regiones del país y Trujillo no fue la
excepción. Tiberio organizó una marcha multitudinaria que puso en
evidencia no solo la cohesión de la comunidad, sino también la gran
empatía que había entre él y la gente.
Esa primera marcha, sin
embargo, fue el punto de partida de un lustro de masacres. Es cierto que
desde el año 87 ya se venía dando una serie de asesinatos, pero la
movilización intensificó la violencia. Era sistemático: los homicidios,
las desapariciones, la intimidación y las torturas no paraban. La
revancha inmediata de la marcha campesina fue la tortura y desaparición
de diez personas, entre las que se encontraba Esther Cayapú Trochez, una
líder indígena de la etnia Embera. Poco tiempo después se llevaron a
cinco jóvenes ebanistas. Orlando Naranjo, actual presidente de la
Asociación de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit), fue testigo
de la tortura a la que esos muchachos fueron sometidos. En la estación
de policía de Tuluá los amarraron, les dieron choques eléctricos y les
metieron la cabeza en pocetas de agua.
Tiberio, por su parte,
fue tildado de guerrillero, pero los señalamientos no consiguieron
acobardarlo. El 14 de abril de 1990, fecha en la que ya habían
desaparecido a casi 100 de sus amigos campesinos, Tiberio celebró el
Sermón de las Siete Palabras del Sábado Santo. Durante ese ritual dijo
con vehemencia: “
Si mi sangre contribuye para que en Trujillo se logre la paz que tanto anhelamos, gustosamente la derramaré”. Solo
tres días después su sangre se demarraría de la manera más atroz. El
martes 17 de abril, un grupo de hombres interceptó el jeep en el que se
transportaba, lo condujeron a Villa Paola, la finca del Alacrán, allá le
dispararon, le cortaron la cabeza, los pies y las manos y lo castraron.
Los restos de su cuerpo fueron lanzados al río Cauca y solo fueron
hallados seis días después del homicidio. Junto con él fueron asesinados
Norbey Galeano, empleado de la parroquia; Ana Isabel Giraldo, su
sobrina, y el arquitecto Omar Pulido.
Lanzar los cuerpos al río
Cauca era una práctica común entre los victimarios. En una ocasión, la
Defensa Civil, los bomberos y la Cruz Roja lograron llenar tres bolsas
grandes de cabezas que luego se perdieron en un juzgado de Cali.
Tanta sevicia correspondía a una política de terrorismo de Estado
auspiciada y promovida por los Estados Unidos. En Trujillo fueron
puestos en marcha cuatro planes contrainsurgentes diseñados por la
Tercera Brigada del Ejército con sede en Cali y en coordinación con la
Policía Nacional. El Plan Relámpago consistía en allanar las casas de
los campesinos; el Plan Democracia, en militarizar la zona; el Plan
Pesca, en parar las chivas y los Willis que iban a las veredas para
bajar a los pasajeros, pedirles la cédula y, con lista en mano,
determinar a quién se llevaban y a quién no. Si los pasajeros
pertenecían a alguna cooperativa se los llevaban a la finca
Las Violetas, de Diego Montoya, o la finca
La Paola,
de Henry Loaiza, para torturarlos antes de asesinarlos. Si en el jeep
no viajaba nadie que estuviera en la lista, los militares elegían a un
campesino al azar, le disparaban y lo reportaban como guerrillero dado
de baja. Finalmente, se puso el marcha el Plan Repliegue que consistía
en maltratar y atemorizar a los campesinos en las veredas bajo el
pretexto de que eran auxiliadores de la guerrilla. Como dice el dicho,
se trataba de ‘quitar el agua al pez para que el pez muriera’. Todas las
expresiones sociales fueron catalogadas como subversivas. Las
cooperativas, las organizaciones de base, las manifestaciones legítimas
de protesta ciudadana fueron leídas por el Estado como signos de apoyo a
la guerrilla y eso las convirtió en blanco de una estrategia
destructiva.
Los métodos utilizados para reprimir a los
trujillenses se inspiraron en las más extremas manifestaciones de
crueldad que la historia registra. Como si fuera poco, este círculo de
violencia extrema estuvo rodeado por la más aberrante impunidad. En
1991, un año después del asesinato de Tiberio, la justicia de Cali
absolvió a Diego Montoya, al mayor Alirio Urueña y a Henry Loaiza
Ceballos, los principales victimarios del pueblo. Más de quince años
pasarían para que la justicia actuara y fueran condenados.
La primera condena al Estado
Consternado por la persistencia de la masacre y por la impunidad que la
rodeaba, el padre Javier Giraldo decidió ir a Trujillo en el año de
1994. Su propósito era documentar lo sucedido y llevar el caso a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Entonces, se reunió
con las familias de las víctimas. Después de cinco años de silencio
total, ellos decidieron relatar sus historias de dolor. Javier
sistematizó todos los testimonios y logró documentar, en una primera
instancia, 62 casos, cifra que se incrementaría hasta completar 235
casos que luego fueron recogidos en un libro al que Javier llamó
Aquellas muertes que hicieron resplandecer la vida, un
título muy sugestivo que habla del profundo sentimiento de esperanza y
de la gran capacidad de resistencia de los trujillenses.
La
Masacre de Trujillo fue uno de los primeros casos presentados ante la
CIDH. La Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz actuó como
demandante. El Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, la Asociación
de Familiares de Detenidos y Desaparecidos y la Comisión Colombiana de
Juristas actuaron, por su parte, como codemandantes. La CIDH sesionó
entre septiembre y diciembre de 1994 y el primero de enero de 1995 se
hizo público el fallo: El Estado colombiano había sido condenado por
primera vez en su historia.
En su saludo de año nuevo, el
expresidente Ernesto Samper reconoció y aceptó la culpabilidad del
Estado, pidió perdón a las víctimas y dijo que esperaba que la crueldad
con la que Trujillo había sido masacrado no se repitiera nunca más en
ningún lugar del mundo.
“Una gota de esperanza en un mar de impunidad”
El fallo de la CIDH solo fue el comienzo de un largo camino de lucha
por los derechos de las víctimas. Desde enero del 95, la Comisión
Intercongregacional se organizó en torno a Trujillo. Colombia entera
tenía que conocer lo que había sucedido y por eso convocamos a una gran
peregrinación. A esa peregrinación, que se celebró en abril para
conmemorar los cinco años de la muerte de Tiberio, llegaron, sin
exagerar, más de tres mil personas de casi todos los departamentos. El
lema que escogimos fue “Una gota de esperanza en un mar de impunidad”.
Los trujillenses todavía estaban temerosos, pero por primera vez en
mucho tiempo, sintieron que no estaban solos.
Después de la
primera peregrinación nos dimos a la tarea de organizar a las víctimas.
El trabajo fue tan arduo que para septiembre de ese mismo año ya se
había consolidado, con todo y personería jurídica, el primer grupo de la
Asociación de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit). Fuimos muy
pocos los que acompañamos ese proceso organizativo. Los hechos habían
sido tan crudos que la gente sentía mucho miedo de ir a trabajar a esa
zona; sin embargo, siempre hubo manos dispuestas a colaborar. En 1997,
por ejemplo, llegaron Stella Guerra y Carlos Ulloa, una pareja de
artistas que, a través de la pintura, la música y el teatro, ayudaron a
la comunidad a elaborar su duelo y a recopilar sus memorias. Eran un par
de locos… En realidad tenían que estar muy locos para haberle apostado a
Trujillo, un pueblo que tenía tantas heridas abiertas. La sensibilidad y
la capacidad de escucha de Stella y Carlos les permitieron seguir
documentando los casos de las víctimas. La cifra que había registrado
Javier Giraldo ascendió a 342… ¡342 seres humanos habían sido
torturados, desaparecidos y asesinados por un mismo proyecto criminal en
tan solo cinco años! Y el pueblo, agredido, desolado, triste, temeroso,
seguía caminando.
Los artistas lograron convocar a la gente en
torno a diferentes proyectos artísticos como la construcción del Parque
Monumento de las víctimas, pero fueron amenazados por los paramilitares
y tuvieron que marcharse. Con su salida, Afavit se dispersó.
Colombia Nunca Más
El año 98 fue muy duro porque se empezó a gestar el proyecto Colombia
Nunca Más y varios miembros de la Comisión Intercongregacional -que era
una de las 17 organizaciones de derechos humanos que participaba en el
proceso- fuimos amenazados. Javier Giraldo tuvo que salir al exilio y,
aunque remplazarlo era difícil, asumí la presidencia de la Comisión. Eso
me obligó a moverme por varias regiones, pero especialmente por
Cacarica, San José de Apartadó y Trujillo, donde los procesos ya habían
arraigado. En el Proyecto Nunca Más también participé activamente;
muchos activistas de los derechos humanos aunamos esfuerzos y logramos
posicionar en Colombia una plataforma en torno a los derechos de verdad,
justicia y reparación integral de las víctimas.
El proyecto
reconstruyó las memorias de las víctimas de crímenes de Estado a partir
de tres fuentes: la documental, la jurídica y la testimonial. Yo
participé en la recolección de testimonios y eso me permitió acercarme
aún más a la realidad de la Colombia profunda. Para 2002 habíamos
recogido más de 39.000 casos muy bien documentados de víctimas de
desaparición forzada, masacres colectivas, homicidios individuales,
asesinatos extrajudiciales y atentados. Con esa experiencia confirmé mi
vocación como defensora de los derechos humanos y me llené de fortaleza
para lo que se venía en Trujillo.
Sanar las heridas para renacer a la vida
Apenas me pensioné como educadora, en el año 2000, tomé la decisión de
irme a vivir a Trujillo. El caminar con la comunidad fue lento. Para
fortalecer la organización había primero que sanar heridas, escucharlos
con atención, darles seguridad, explicarles las causas de los
acontecimientos, el contexto nacional en el que habían tenido lugar;
muchos no entendían por qué les había sucedido lo que les sucedió, ni
siquiera conocían los cuatro planes de represión con los que habían
exterminado a muchos de sus seres queridos.
El Estado, por
mandato de la CIDH, nos había dado el lote para el Parque Monumento a
las víctimas, pero eso no era suficiente. Con la Comisión
Intercongregacional comenzamos a gestionar recursos con agencias
europeas para poder construirlo. Una vez aprobados los recursos, lo
primero que construimos fueron los osarios. El hecho de exhumar los
restos de las víctimas para trasladarlos a ese lugar especial de la
memoria motivó mucho a sus familias y esto los unió, de nuevo, en torno a
Afavit.
Con un grupo de mujeres hicimos las 30 primeras
exhumaciones. Esa fue la experiencia más fuerte de mi vida… Sacar con
mis propias manos huesos y huesos y cráneos con las señales de la
tortura fue tan impactante como la fortaleza con que las madres
asumieron ese reto. En la medida en que íbamos sacando los restos
hacíamos un ritual. Las jornadas empezaban a las 9 de la mañana y solían
extenderse hasta las 5 de la tarde. A esa hora cada familia salía con
su bolsita de huesos. Esa y las siguientes exhumaciones inspiraron un
poema al que titulé
Semilla :
Las picas, las palas golpean la tierra,
Excavan profundo, exploran el suelo,
Hay manos que buscan los cuerpos perdidos,
Como agricultores buscan las raíces,
Raíces de vida, cuerpos mutilados.
Trini, Cecilia, Ludibia y María de Cano
Esperan perplejas, raíces de sus vientres,
Es semilla-hijo, es semilla-esposo,
Es muerte-semilla, es semilla-amor,
¡Oh tierra! Que guardas dolores y llantos.
Son los huesos secos, testigos de torturas,
¡Son huesos humanos que hablan de dolor!
¡Es crueldad salvaje, manos asesinas!
Solo la caricia, llena de ternura,
Trasciende la muerte, recupera la vida.
Es la fe en un Dios que habla de infinito,
¡Es Memoria, es Resurrección!
Son restos mortales que hablan de una historia,
Semilla-hijo, semilla-madre, semilla-esposo,
Son raíces humanas que piden justicia hoy.
Debo señalar que el rol que han jugado las mujeres en Trujillo ha sido
indispensable. Cuando llegué allá me percaté de que, tal como sucedía en
otros escenarios, las mujeres también habían sido oprimidas,
maltratadas, violentadas y rezagadas. Por eso los procesos organizativos
que impulsamos estuvieron acompañados de una perspectiva feminista.
Siempre le he apostado a la reivindicación de los derechos de las
mujeres y la experiencia de Trujillo no sería la excepción. El potencial
emancipador de las trujillenses es muy grande; ellas han sido el motor,
la vida y los cimientos de Afavit. Su fortaleza no era lo
suficientemente reconocida, pero trabajamos en ello y fuimos
transformando los discursos y las actitudes machistas. Ahora ellas son
reconocidas con el hermoso título de Matriarcas.
Todo lo que
rodeó el proceso de exhumación y traslado de los restos fue hermoso.
Hacíamos talleres de memoria en los que las familias escribían a mano la
biografía de cada víctima y dibujaban los bocetos de las esculturas que
adornarían los osarios. La idea fue del arquitecto Santiago Camargo y
la escultora Adriana Lalinde, quienes ayudaron a las familias a esculpir
con barro las imágenes de sus seres queridos. Muchas madres amasaron el
barro con sus propias lágrimas hasta lograr esculturas de tamaño
natural. No se les escapaba un detalle: Moldeaban las naricitas, las
manitos, el cabello, la ropita de sus hijos con tanta delicadeza… Todo
eso hizo parte de su duelo. El Parque Monumento, donde se encuentran 235
osarios con sus respectivas esculturas fue diseñado por las mismas
familias. Santiago tomaba nota de sus ideas, de sus deseos de hacer del
Parque un monumento a la vida y a la esperanza.
Fue una época
de mucho crecimiento. Al ver a la comunidad tan entusiasmada, comenzamos
a hacer talleres en derechos humanos. Era muy importante que conocieran
cuáles eran sus derechos como víctimas. Entre 1995 y 2002, Trujillo se
esforzó por sanar sus heridas, por reconstruir el tejido social que la
crueldad había destrozado. Poco a poco se fueron convirtiendo en sujetos
políticos, en sujetos de derechos; ya no querían guardar silencio,
participaron como Afavit del primer encuentro de víctimas del proyecto
Colombia Nunca Más y se articularon con organizaciones de otros
departamentos.
Un emblema nacional de la memoria
En junio de 2002, Afavit convocó a una nueva peregrinación a la que
asistieron aproximadamente mil quinientas personas para inaugurar el
Parque Monumento. Este Parque es un símbolo de memoria, de reparación,
de dignidad, donde de los muertos brotan flores y jardines. El Parque es
un espacio de justicia, una lucha contra la impunidad; no es un lugar
de muertos, es lugar de vivos que gritan ¡libertad! Las víctimas
aparecen vivas en las esculturas, nos miran, nos hablan, nos interpelan.
En el momento de la inauguración la comunidad se sintió
importante, se sintió rodeada. Para mí fue una experiencia de afecto y
de fortaleza inigualable. Ahí es que uno se da cuenta que no son solo
los discursos los que nos impulsan a ser defensores de los derechos
humanos. Es la vida misma, el sentido humanitario, la sensibilidad que
uno vive a flor de piel; es el abrazo, es el beso, son las lágrimas de
todos esos hombres y mujeres las que me han llenado de motivos para
defenderlos, para vibrar y sentir con ellos.
Con el tiempo el
Parque Monumento se ha ido llenado de símbolos y lugares de la memoria.
En la parte alta de la colina, donde fueron construidos los osarios,
fueron trasladados los restos de Tiberio. Era más que justo que aquel
hombre que dio la vida por Trujillo tuviera un espacio entre las
víctimas. Como homenaje a su párroco, las familias escribieron un libro
de la historia de vida de Tiberio. Lo más lindo fue que se negaron a
usar computadores, ellos querían escribir esa historia con su puño y
letra y así lo hicieron.
En el Parque, también se erige el Muro
Internacional del Amor, construido por el artista kurdo Hosyhar Saade.
Este muro, símbolo de la resistencia, está conformado por siete nichos
que guardan objetos personales de las víctimas y recuerdos de la
solidaridad que muchos países hermanos han tenido con Trujillo. Los
nichos representan el vientre de una mujer porque portan la vida y
aluden a la plenitud.
Así mismo, construimos el Sendero
Nacional de la Memoria. Este Sendero tiene 12 estaciones pedagógicas con
imágenes, reseñas históricas e interpretaciones éticas que la comunidad
ha hecho de 12 masacres cometidas en otras zonas del país. Esta es la
muestra de que los trujillenses han trascendido la frontera de su
territorio para solidarizarse y luchar junto a otros pueblos que también
fueron víctimas de la crueldad.
Con ayuda de otras
organizaciones internacionales y nacionales de derechos humanos también
pudimos construir el Mausoleo de Tiberio, la Galería de Memoria Palabras
de Dignidad y el Salón Infantil Hermanos Mayorga Vargas. Como si fuera
poco, la naturaleza nos regaló la Ermita del Abrazo, un lugar donde dos
árboles entrelazan sus ramas en un abrazo fraterno de consuelo, de apoyo
y de amistad.
Todas estas cosas a uno le hacen caer en cuenta
de que la defensa de la vida requiere de mucha creatividad y en eso nos
dan una gran lección las mismas comunidades con sus ideas, con sus
proyectos, con sus infinitos deseos de construir un país diferente.
Afavit floreció alrededor de todas estas propuestas y ha permanecido
erguida a pesar de que las amenazas y las intimidaciones no cesan. En
2004, por ejemplo, cogieron a tiros el Muro Internacional del Amor; en
marzo de 2014, atentaron contra la profesora de los niños; últimamente,
han aparecido grafitis amenazantes: “Muerte a Afavit, a Maritze y a
Orlando, perros hijueputas”, y, por supuesto, no faltan las llamadas
intimidantes en las que nos advierten que el plazo se nos está acabando.
¡Por nada me devuelvo!
Las atrocidades, los
atropellos y los incumplimientos del Estado hicieron de Trujillo un
pueblo rebelde, consciente de que su dignidad y sus derechos no son
transables. Tantos años han pasado desde la masacre y muchos casos
todavía se encuentran en total impunidad. Sin embargo, el habernos
articulado con otras organizaciones defensoras de los derechos humanos
ha sido muy positivo. Hay que reconocer, por ejemplo, la labor del
Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. Su convicción y su
persistencia facilitaron la condena del Alacrán en 2009 y la del Mayor
Alirio Urueña en 2013. Pero frente a unas leyes de justicia que son la
mayor injusticia en Colombia, muchos casos aún están impunes.
Por esa razón, la memoria ha sido la lucha más grande de Afavit.
Trujillo se ha convertido en un caso emblemático de memoria. Para que el
viento no se lleve sus historias, para que el olvido no sea la norma,
para esclarecer, para sanar, para no repetir y para hacer un llamado a
la justicia, la comunidad ha recogido su historia con su puño y letra, y
para asegurar la continuidad del proceso hemos fortalecido la
organización de los jóvenes y de los niños en torno a la formación en
derechos humanos.
Es maravilloso ver como en el transcurso de
estos años la comunidad ha crecido en dignidad, como ha recuperado su
palabra, como ha cultivado su pensamiento y su consciencia crítica. Esa
ha sido, en últimas, la finalidad superior de mi labor como defensora de
los derechos humanos: fomentar el crecimiento humano, enseñar y
empoderar a las comunidades de sus derechos, impulsarlas a defender, a
no dejar ultrajar su dignidad como personas.
Todo lo que he
vivido me ha marcado en lo más profundo. He sido testigo ocular de las
inequidades, del hambre, de la sevicia, de las injusticias, de la
exclusión con la que ha sido tratado gran parte del pueblo colombiano.
Pero también he sido testigo de su resistencia, de su capacidad para
sobreponerse, para sanar sus heridas. Todas las experiencias, desde El
Diamante, en Bucaramanga, hasta Trujillo, en el Valle de Cauca, no solo
han sido la mejor fuente de espiritualidad, sino la fuente de mi
radicalidad: Mi opción por el empobrecido, por la mujer, por las
víctimas de la guerra, por los derechos humanos no tiene vuelta atrás.
Yo nunca he militado en ningún partido político, he sido siempre muy
autónoma. No creo en la maquinaria del Estado; creo en el movimiento
social y popular porque a lo largo de mi vida he podido constatar la
necesidad de organizarnos, de unirnos en torno a un proyecto distinto de
nación para que el país no siga estando en manos de unos pocos, para
que no sean siempre los mismos los que gobiernan, para que no todo se
mueva en función de los intereses económicos y políticos de unos
cuantos, intereses que niegan a muchos su derecho al territorio, a vivir
una vida en paz y en dignidad.
El Estado cree que dar limosnas
es sinónimo de garantizar los derechos humanos. Muchas víctimas, han
sido engañadas con ese discurso y están convencidas de que su reparación
se limita a una indemnización. Pero comunidades como las de Trujillo,
organizaciones como Afavit, saben que sus derechos no son una limosna y
que su lucha no termina con una indemnización. Al verlos tan convencidos
de ello, al escucharlos decir que sus derechos no prescriben y que sus
sueños no son negociables; al escucharlos decir que el pilar de su
organización es la lucha por un país diferente, socialmente justo,
incluyente, democrático, en paz, ahí es donde confirmo que esta opción
de vida ha valido la pena, que es importante soñar y no desfallecer. En
cada taller, en cada peregrinación, en cada encuentro, en cada
audiencia, en cada reunión, me percato de la madurez política de los
hombres y mujeres de Afavit y pienso que aportar a su formación como
sujetos políticos y de derechos ha sido lo mejor que he podido hacer.
Con la gente de El Diamante, con los jóvenes de la calle, con los
habitantes de La Paz, con las mujeres y los muchachos de Bosa, con las
comunidades del Magdalena Medio, del Ariari, de Cacarica, de Apartadó y
de Trujillo hemos construido una historia desde abajo. Esto no es
historicismo, es historia vivida, sufrida, escrita por el pueblo.
Y como dice el himno que compuse para el proyecto Colombia Nunca Más:
“¡Por nada me devuelvo! A donde voy se pasa por desiertos, fronteras y
desvelos, pero yo ¡Por nada me devuelvo! La libertad nos llama y este
andar no tiene regreso, yo ¡por nada me devuelvo!”.
Nota
[1] Centro de Investigación y Educación Popular /Programa por la Paz.
Fuente original:
http://blogs.elespectador.com/elmagazin/2015/05/08/maritze-trigos-la-monja-libertaria/