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lunes, 11 de abril de 2016
Las paradojas de la santidad
Las paradojas de la santidad
Santiago Alba Rico
Atlántica XXII
Siempre me interesó el cristianismo primitivo. Frente a un imperio en decadencia, injusto, arbitrario y apocalíptico, promiscuo y ya postmoderno, los mártires cristianos afirmaban la posibilidad de una “conversión” sin retorno, reivindicaban con el cuerpo la intolerancia de una sola doctrina y sustituían los lazos familiares insuficientes por una red de vínculos solidarios entre desconocidos. Hay muy distintas combinaciones posibles de estos tres elementos (transformación subjetiva, disposición al sacrificio y comunitarismo), unas mejores y otras peores, pero podemos llamarlas a todas “religión”, a condición de añadir que el capitalismo, incompatible con todas ellas, induce por eso mismo las reacciones más fanáticas, violentas y extremas. Cuando no hay espacio para la “religión” en su modalidad republicana, se impone en sus formas más reaccionarias. La respuesta a la religión no puede ser individualista y consumista: solo puede ser también “religiosa”. En resumen: para combatir al Opus Dei o al Estado Islámico hace falta “otra religión”.
Pero yo quería relatar la historia de San Ginés. Ginés era el actor más celebrado del siglo III, admirado por el propio emperador, que lo invitaba con frecuencia a actuar en su palacio. Diocleciano, como sabemos, fue el último gran perseguidor de cristianos de la Roma imperial y Ginés, ferozmente anticristiano también, decidió escenificar ante él una pieza cómica en la que se satirizaban los discursos y prácticas cristianas. Pero ocurrió un milagro. Mientras recitaba fórmulas del Evangelio y mimaba las liturgias del primitivo cristianismo para regocijo de los espectadores, a Ginés se le aparecieron dos ángeles y, en mitad de una escena, se convirtió de pronto a la fe cristiana. A partir de ese momento siguió recitando el guión preestablecido, pero ahora en serio, sin que nadie notara el cambio. Ginés creía y el emperador y sus cortesanos creían que no creía; cuanto más sincero era el tono del actor más celebraba el público su genio y más gozaban los oyentes con su interpretación. Al final Diocleciano, claro, comprendió la verdad y mandó matar al actor, que conquistó así los ansiados laureles del martirio.
De esta historia fabulosa (la de un hombre que se convierte en lo que dice y hace mientras lo dice y lo hace) podemos extraer una ficción y una lección. Imaginemos un final diferente en el que Ginés, incapaz de convencer a nadie de su conversión, se pasa la vida “imitando” a los cristianos para disfrute de los paganos e indignación de los seguidores de Cristo. Para sí mismo es cristiano, para los demás es un actor genial que, sin embargo, con el tiempo aburre y cansa. Se ha “encasillado” en un solo papel y, empobrecido y despreciado, acaba muriendo sin obtener ni el reconocimiento ni el martirio, tratado por todos como “ese pobre loco que se cree cristiano”. ¿Cuál es la moraleja? Que para ser creído tienen que darse las condiciones y que esas condiciones son al mismo tiempo discursivas y políticas. El triunfo del cristianismo, por ejemplo, hizo “creíbles” las apariciones de la Virgen mientras que hoy meteríamos en un manicomio a Elio Arístides, a quien visitaba el dios Esculapio cuando los dioses paganos eran aún los oficiales y dominantes.
Arrimando la ficción a nuestra época, podemos decir que los formatos televisivos y el ejercicio del Gobierno en Europa hacen poco creíble cualquier “conversión” pública. Al igual que el talento de Ginés y las condiciones teatrales de su discurso, las condiciones teatrales de nuestras instituciones y de nuestros procesos electorales, por no hablar de nuestros medios de comunicación, distancian o anulan cualquier efecto racional de verdad y –por eso mismo– de “credulidad”. El “no nos representan” del 15-M era también un “están representando”. Hasta la nueva política se vuelve “vieja” bajo esas luces. Ese es uno de los graves peligros que acechan a Europa y una de las grandes ventajas del destropopulismo o neofascismo; y una de las máximas dificultades de las fuerzas levógiras o de ruptura, como es el caso de Podemos en España.
En cuanto a la lección, la historia de Ginés demuestra que es muy fácil ponerse a creer a partir o como consecuencia de un gesto o de una palabra pública. O, al revés, que es muy difícil distanciarse emocionalmente de los propios gestos y los propios discursos. Hay mucha menos hipocresía en el mundo de la que imaginamos, pero las conversiones son mucho más superficiales y livianas. Podemos creer verdaderamente en dos ideas distintas y hasta contrarias con tan solo cambiar de lugar o de postura corporal (o, desde luego, de novia o de novio). El mal es tan ligero como el bien. Para cambiar de costumbres o de convicciones, en efecto, es necesario desplazarse en el espacio, caer en otro contexto social, resbalar por casualidad en otro marco lingüístico. Por eso, si la religión solo puede combatirse con otra religión, si queremos hallar una buena combinación de conversión individual, disposición no suicida al sacrificio y comunitarismo democrático, la condición es transformar las condiciones de la “representación” a partir de un criterio. Es imperativo cambiar, si se quiere, de escenario; cambiar el escenario; ponerse otro traje y otra nariz; actuar, en definitiva, en otra obra.
La alternativa es: o “religión” o religión. El capitalismo consumista, que impide la “religión”, alimenta las respuestas religiosas –teocráticas o ateas– más violentas y menos tolerantes. La incredulidad es el verdadero umbral del fanatismo y del fascismo. Ni crédulos ni conversos. El que no cree en nada puede creer en cualquier cosa. Creamos, pues, en pocas cosas y en el lugar justo; solo así seremos al mismo tiempo muchos, buenos y convincentes.
Fuente original: http://www.atlanticaxxii.com/4601/las-paradojas-de-la-santidad
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