Monseñor Romero
El 24 de marzo de 1980,
un disparo por la espalda mientras oficiaba misa terminó con la vida de
Óscar Romero, arzobispo de San Salvador. Nació en Ciudad Barrios (El
Salvador) un 15 de agosto de 1917. En 2015, fue beatificado por la
Iglesia católica, en una ceremonia que congregó a más de 250.000 fieles.
Se apunta a que otro tipo de terrorismo acabó con su vida: el
terrorismo de Estado. No se puede afirmar porque aún permanece sin
esclarecer su asesinato. En estos días, algunas instituciones y sectores
sociales de América Latina celebran el centenario de su nacimiento. La
Asociación Católica Latinoamericana y Caribeña de Comunicación es una de
ellas, que lo galardonó con el Premio Comunicador de la Paz, In
Memoriam, en 2010. La edición especial del periódico vaticano Osservatore Romano para Panamá, que comenzó a distribuirse cada domingo con el diario Panorama Católico, le dedicó hace poco una edición monográfica. Cuando asesinaron a Monseñor Romero publiqué en El Correo de Andalucía un artículo titulado A sus órdenes, Monseñor
que ni siquiera conservo. Ni entonces era creyente ni lo soy ahora pero
admiro a las personas coherentes con sus ideas que se toman en serio su
trabajo o su misión, diríamos en este caso, mucho más si esa misión
consistió en defender la paz, denunciando abiertamente la violencia del
ejército y la extrema derecha salvadoreña –en el poder- que asesinaban a
campesinos, monjas -cuatro de ellas estadounidenses, también en 1980- y
sacerdotes. Hay una excelente película de Oliver Stone donde se puede
observar aquella etapa histórica: Salvador (1986).
Romero persuadió también a la guerrilla para que cesara en su violencia pero se dio cuenta de que el mal de fondo no era ése sino un ejército títere de occidente que acusaba de comunista a todo el que levantaba la voz. A Romero se le conocía como la voz de los silenciados. No sólo denunció los abusos en sus homilías –llamó a los soldados a no disparar contra sus hermanos- sino también a través de la radio y del periódico archidiocesanos. Sus mensajes –muy escuchados- fueron difundidos todos los domingos. Rechazó la censura y la cultura del silencio, denunció la persecución de sacerdotes, periodistas, campesinos y demócratas. Dicen que cuando recibía amenazas de muerte respondía en sus entrevistas que si lo mataban, resucitaría en el pueblo salvadoreño y perdonaría y bendeciría a quienes lo hicieran. Este hombre no vino a apagar hogueras sino a encenderlas. Pero ser uno mismo conlleva un alto precio.
Romero persuadió también a la guerrilla para que cesara en su violencia pero se dio cuenta de que el mal de fondo no era ése sino un ejército títere de occidente que acusaba de comunista a todo el que levantaba la voz. A Romero se le conocía como la voz de los silenciados. No sólo denunció los abusos en sus homilías –llamó a los soldados a no disparar contra sus hermanos- sino también a través de la radio y del periódico archidiocesanos. Sus mensajes –muy escuchados- fueron difundidos todos los domingos. Rechazó la censura y la cultura del silencio, denunció la persecución de sacerdotes, periodistas, campesinos y demócratas. Dicen que cuando recibía amenazas de muerte respondía en sus entrevistas que si lo mataban, resucitaría en el pueblo salvadoreño y perdonaría y bendeciría a quienes lo hicieran. Este hombre no vino a apagar hogueras sino a encenderlas. Pero ser uno mismo conlleva un alto precio.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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