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lunes, 8 de diciembre de 2025
Juan Hus
En el verano de 1415, cuando Europa parecía respirar entre guerras y concilios, la ciudad de Constanza se convirtió en el escenario de un drama que marcaría para siempre la historia de la fe.
Allí llegó Jan Hus, sacerdote, profesor y predicador checo, amparado por un salvoconducto firmado por el rey Segismundo. El documento prometía algo sencillo y sagrado: un viaje seguro al Concilio de Constanza… y un regreso asegurado, pasara lo que pasara.
Hus creyó en esa promesa.
Creyó que podría explicar sus ideas —inspiradas en las Escrituras y en el pensamiento de John Wycliffe— ante hombres dispuestos a escuchar.
Pero se equivocó.
Apenas llegó a Constanza, en noviembre de 1414, fue arrestado y encarcelado. Los clérigos aseguraron que la palabra de un rey no tenía fuerza frente a un concilio que actuaba “por fe”. Segismundo protestó, pero pronto cedió. Y Hus quedó solo.
Los meses siguientes fueron un descenso silencioso: frío, enfermedad, cadenas, interrogatorios. El concilio quería una retractación completa. Hus, enfermo y debilitado, pedía solo una cosa: que le mostraran sus supuestos errores con las Escrituras en la mano.
Nadie lo hizo.
El 6 de julio de 1415, Hus fue llevado a la catedral de Constanza para oír su sentencia final.
Lo acusaron de desafiar la autoridad papal, de cuestionar las indulgencias, de enseñar que la verdadera Iglesia no era la jerarquía, sino la comunidad de los fieles predestinados. Cada vez que intentó hablar, lo silenciaron a gritos.
Entonces pronunció las palabras que sellarían su destino:
“Me retractaré con gusto… si me muestran mis errores con las Escrituras.”
Nadie respondió.
El concilio lo declaró hereje.
En un ritual solemne de degradación, los obispos le quitaron una a una sus vestiduras sacerdotales: la estola, el cáliz, la túnica. Después, le colocaron en la cabeza una corona de papel decorada con demonios y la palabra “heresiarca”.
Dijeron que entregaban su alma al diablo.
Hus respondió que la confiaba a Cristo.
Fue llevado fuera de la ciudad, al lugar de ejecución. Lo encadenaron a una estaca, rodeado de haces de leña. Los relatos afirman que oraba y cantaba salmos cuando encendieron el fuego. Su voz se apagó entre las llamas; su cuerpo quedó reducido a cenizas que fueron arrojadas al Rin para impedir cualquier futuro homenaje.
Pero la muerte de Hus no apagó su causa.
En Bohemia, la indignación por su ejecución encendió el movimiento husita, que pronto derivó en guerra abierta. Un siglo después, Martín Lutero miraría hacia Constanza y vería en aquel sacerdote bohemio un precursor: un hombre que había pagado con su vida la convicción de que la conciencia, iluminada por las Escrituras, no podía ser doblegada por ningún poder humano.
Jan Hus murió entre llamas.
Pero lo que defendió —la verdad, la conciencia, la libertad interior— seguiría ardiendo mucho tiempo después.
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