Entrevista a Carlos Angarita
"Las ciencias sociales y la teología deben seguir nutriéndose del pensamiento de Marx"
La Tizza
La Tizza presenta una entrevista realizada a Carlos Angarita, especialista reconocido en temas de crítica a la religión, teología de la liberación y un exponente del pensamiento crítico y el marxismo en América Latina por nuestra compañera Yohanka León del Río, investigadora del Instituto de Filosofía de Cuba. La entrevista, publicada originalmente en las páginas de la Revista Cubana de Filosofía, fue cedida con gentileza para nuestra comunidad de lectores.En la conversación se abordan temas de indudable interés para La Tizza como son: la situación actual en el hermano país de Colombia; el ascenso de la derecha en la región nuestramericana; el papel de las religiones, en especial las de origen cristiano, en la conformación del sentido común en nuestros países y sus implicaciones en el terreno político; la vigencia de los postulados esenciales de la Teología de la Liberación y el rescate del pensamiento marxista en la comprensión y transformación revolucionaria del continente.En el contexto actual que vive Cuba, con la presencia cada vez mayor de ideas reaccionarias y agrupaciones que desafían el carácter laico del Estado cubano, una visión revolucionaria sobre la teología deviene un aporte invaluable. El llamado a ejercitar el ejercicio de pensar — sin rendundancia — con que cierra la entrevista rinde un explícito homenaje a nuestro Fernando Martínez Heredia.Agradecemos a la Revista Cubana de Filosofía su iniciativa de compartir este valioso testimonio.
En el mes de abril de 2018, recibimos en el Instituto de Filosofía al Dr. Carlos Angarita profesor de la Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia. No es la primera vez que el profesor Carlos Angarita visita Cuba. Ha participado activamente en dos ediciones del Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios. En el 12º Taller celebrado en enero de 2017, tuvo una significativa participación. En aquel momento expuso cómo fue boicoteado el referéndum por la paz en Colombia por el maridaje conservador y reaccionario de la oligarquía apátrida, los poderes económicos proimperiales colombianos, las fuerzas paramilitaristas y el fundamentalismo pentecostal de la teología de la prosperidad.
En esta ocasión, la Cátedra de Pensamiento Crítico «Franz Hinkelammert» del Instituto de Filosofía y la Revista Cubana de Ciencias Sociales aprovechan su presencia en Cuba para invitarlo a conversar sobre el proceso de paz en Colombia y los desafíos de la teología de la liberación para la integración emancipadora de Nuestra América. Ha sido una oportunidad invaluable conversar con un especialista reconocido en temas de crítica a la religión, teología de liberación y un exponente del pensamiento crítico y el marxismo en América Latina.
Conocedor profundo y continuador creativo del pensador alemán, acreedor del Primer Premio Libertador al Pensamiento Crítico que otorga el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela, el profesor Carlos Angarita nos expone en esta larga y profunda conversación, los retos de pensar de manera radical la problemática de la religiosidad en el contexto actual de ofensiva de la derecha conservadora y fundamentalista. Además, hace un recorrido desde sus proyectos actuales de investigación sobre el cristianismo de liberación en el contexto del proceso de paz en Colombia, aborda la trascendencia de Camilo Torres Restrepo, como figura política, eclesial y de cientista social. Evalúa su continuidad histórica en el campo de la institucionalidad eclesiástica, en organizaciones como ORAL (Organización de Religiosas para América Latina) y Cristianos por el Socialismo (CPS), entre otras creadoras del movimiento de la iglesia de los pobres, y quienes siguen siendo sedimento de tradiciones de rebeldías populares que permanecen.
Su valoración del proceso de paz en Colombia parte de una crítica a las formas fetichizadas en las que se ha instaurado por los poderes oligárquicos un mesianismo reaccionario, un fanatismo irreflexivo e idolátrico, simplificador de los reales conflictos sociales y de clase que atraviesan el conflicto de violencia social colombiano. En ese contexto pone de relieve la significación de la experiencia de fe emergida con la conferencia de Medellín en su aniversario 50. Afirma Angarita que el gran desafío está en volver la mirada a las posibilidades reales y aportes de las iglesias de los pobres para enfrentar la avanzada de una lógica teológica del vaciamiento del pensar y poder construir una espiritualidad que acompañe y dinamice los procesos de los movimientos populares, que enfrenten el sentimiento de almas derrotadas.
En el año del 200 aniversario de Carlos Marx, Angarita pondera el aporte para la comprensión del marxismo latinoamericano, del análisis marxista de la crítica a la religión como lo plantea de manera original y fecunda Franz Hinkelammert. Para Angarita esta perspectiva es crucial, precisamente por el vínculo de la crítica de la religión con la crítica del fetichismo. Esta visión permite comprender el fenómeno del fundamentalismo religioso pentecostal y explicar por qué este viene jugando un papel protagónico como fuerza política de derecha en la desmovilización de la voluntad de lucha.
El trabajo intelectual del profesor de la Universidad Javerina de Colombia es un aporte a los estudios sobre religión, pensamiento crítico y marxismo, así como expresión de la necesaria articulación del ejercicio académico con el activismo social y político con, para y desde las luchas y resistencias del movimiento social popular y los proyectos alternativos, anticapitalistas, y anti neoliberales de la región nuestramericana. Así mismo muestra como la filosof ía, ciencias sociales y teología deben continuar articulándose en el ejercicio de un pensar critico de análisis de la realidad, y en una solidaria construcción colaborativa de saberes para la superación del capital.
Agradecida se siente la Revista Cubana de Ciencias Sociales por compartir con sus lectores estas reflexiones de un luchador social de la batalla de ideas, de estos tiempos críticos para la región nuestraamericana. El tema de la religión, su crítica y no su negación simple, es parte esencial del legado marxista a recuperar en esta guerra de pensamiento a que se nos convoca.
Yohanka León (YL): Bienvenido Carlos una vez más a Cuba y al Instituto de Filosofía. ¿En cuáles proyectos de investigación te encuentras trabajando en la actualidad?
Carlos Angarita (CA): En estos momentos estoy adelantando una investigación desde la Universidad Javeriana de Bogotá, en la Facultad de Teología, que está auspiciada por la iglesia sueca. Dicha investigación la llamamos Cristianismo liberador y construcción de paz y reconciliación en Colombia. La idea es hacer una memoria — y cuando digo memoria me estoy refiriendo a una perspectiva fundamentalmente testimonial — que nos sirva para ir haciendo una sistematización e interpretación de ese proceso, bajo conceptos provenientes tanto de la Teología de la liberación como de las Ciencias Sociales. Queremos actualizar una vez más este diálogo, con el fin de dar cuenta de lo que fue la construcción del proceso del cristianismo de liberación en nuestro país. Y cuando hablamos de cristianismo de liberación estamos tratando de recoger experiencias alternativas a las formas tradicionales de vivir el cristianismo dentro de lo que en Occidente llamamos régimen de cristiandad, el cual tuvo una expresión muy fuerte y muy clara en el caso colombiano. Te lo comento brevemente.
En Colombia, el régimen de cristiandad se configuró en 1886 con la constitución de entonces que estuvo vigente hasta 1991, luego estoy hablando de algo más de un siglo. Se trató de la formación de la República después de múltiples guerras civiles posteriores a la independencia de España. El régimen de cristiandad lo que hizo fue constituir una cultura, configurar sensibilidades en la sociedad colombiana correspondientes a una moral tradicional, proveniente fundamentalmente del catolicismo, y también lo que hizo fue configurar un régimen político. Era una actualización del modelo hegemónico de la colonización española. Así que, mediante una alianza entre la Iglesia Católica y el Estado colombiano, las élites del país encontraban ahora una forma de legitimación de su proyecto de dominación, correspondiente también a un sistema, sobre todo de carácter feudal, que se fue modernizando muy lentamente y que pudieron sostener, bajo esa modalidad, hasta 1991.
Ahora bien; en el caso colombiano encontramos a la figura de Camilo Torres Restrepo quien va a propiciar y a significar una ruptura profunda con ese régimen. Camilo Torres fue un sacerdote que se había formado en Europa, que tuvo contacto en el viejo continente con corrientes progresistas de los finales de los años 50 y comienzos de los años 60, las mismas corrientes de la Iglesia Católica que auspiciaron y alimentaron la reflexión del Concilio Vaticano II. Camilo Torres se va a alimentar de ese pensamiento, de esa sensibilidad, y cuando vuelve a Colombia a finales de los años 50 va a empezar un trabajo, junto con otras personas y grupos sociales, y desempeñará un papel de liderazgo muy importante dentro de una dinámica que procuró la unidad de lo que él llamó la clase popular.
Camilo se vincula a la academia, fundamentalmente a la Universidad Nacional, donde fundó la Facultad de Sociología, junto con otro sociólogo muy reconocido como fue el presbiteriano Orlando Fals Borda. Sus preocupaciones lo llevan a articularse, al lado de sus estudiantes, a trabajos sociales, principalmente en Bogotá, en sectores marginados, periféricos, en barrios populares. Todavía hoy muchos pobladores recuerdan sus actividades educativas y de organización en el barrio Tunjuelito, en el sur de la capital. Además, él también, desde la academia, desempeñó un papel bastante decisivo en lo que tuvo que ver con la investigación de lo que históricamente se conoce en Colombia como el periodo de La Violencia, que fue la guerra civil ocurrida entre 1948 y 1958.
Aparentemente se trató de una lucha entre liberales y conservadores por banderas políticas e ideológicas, pero lo que estaba allí detrás era una disputa entre las élites más modernizantes y unas más conservadoras por el control del aparato del Estado y, de ese modo, imponer su modelo económico, bien de un mercado capitalista más abierto o bien hacia el sostenimiento de relaciones mercantiles tradicionales. Tratándose de una guerra entre grupos de poder, sin embargo, tuvieron la capacidad de convocar a grandes masas de la población alrededor de sus principios ideológicos, llevándolas a la confrontación y produciendo en esa sola década alrededor de 300 000 muertos. Camilo participó en estudios que fueron esclareciendo ese problema. Como resultado de ello conocemos un texto que es un verdadero clásico sobre el tema: La violencia en Colombia, cuyos autores son Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y Monseñor Germán Guzmán Campos (2005). Aunque el nombre de Camilo Torres Restrepo no aparece explícitamente, sin embargo, sabemos que él colaboró como investigador dentro de ese proyecto.
Los asuntos que acabo de describir rápidamente fueron generando una dinámica muy distinta, una presencia muy diferente del cristianismo en Colombia. Adicionalmente debo mencionar el carisma de Camilo como activista político que, para no entrar en detalles, se sintetiza en su liderazgo específico dentro del movimiento del Frente Unido, donde convergieron sectores disgregados de izquierda y del campo popular. Se calcula que alrededor de su figura se alcanzaron a movilizar en ese entonces 3 000 000 de colombianos en el marco de una tasa demográfica de poco más de 16 000 000 de personas. De manera que Camilo simboliza hasta hoy la posibilidad de contradecir abiertamente el modelo de dominación en su conjunto, el régimen de cristiandad, en tanto régimen político y eclesiástico. En tal sentido, hablo de un impacto de larga duración en la cultura sociopolítica de la sociedad colombiana.
Muere Camilo en febrero de 1966 y, dos años después, un grupo de sacerdotes congregados bajo el nombre de Golconda mantendrá sus ideales y les dará desarrollo, en el contexto de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, Colombia. Ese grupo va a seguir esa lucha de una manera más colectiva al interior de la Iglesia Católica y va a madurar mucho más las relaciones sociales y políticas tanto con movimientos como con organizaciones populares y también va a afinar lo que significa el compromiso político de los cristianos. Igualmente aparecerá la Organización de Religiosas para América Latina, ORAL, que, aunque es menos reconocida, en mi criterio desempeñó silenciosamente un papel, probablemente mucho más decisivo que el del propio Golconda. Lo digo porque hoy día encontramos, precisamente en este trabajo de memoria que estamos adelantando, muchas religiosas que, aún con una edad bastante avanzada, han sido capaces de tomar posiciones mucho más radicales frente a la institucionalidad eclesiástica y han logrado también mantenerse muy presentes en las comunidades eclesiales, en sectores muy marginales, haciendo un trabajo cotidiano, permanente, de acompañamiento, que es lo que hace que ese espíritu que nace con Camilo se mantenga vivo en la base popular de la sociedad.
Hubo otra organización que también le va a dar continuidad a la perspectiva liberadora de la fe de muchos laicos en los años 70, que se llamó Cristianos por el socialismo, cuyos orígenes están en Chile, pero que logró tener su expresión en Colombia. Finalmente, cuando terminan los años 70, estas diversas expresiones, al lado de instituciones como el CINEP — Centro de Investigación y Educación Popular — , regentado por los jesuitas, y Dimensión Educativa, y otras de comunicación popular de inspiración cristiana, van a hacer un acuerdo de convergencia con el propósito de conjuntar todos sus esfuerzos. Como resultado de ello surgirá la Coordinación de Comunidades Eclesiales de Base que alcanzará un desarrollo muy significativo en Colombia en los años 80 y hasta comienzo de los años 90. De tal modo, vamos a encontrar realmente para entonces una expresión de lo que en esta perspectiva del cristianismo de la liberación latinoamericano se conoce como Iglesia de los pobres.
Lo que a primera vista se encuentra de ese proceso en la actualidad, es que, en general, todas esas expresiones que alcanzaron un desarrollo importante durante aquellos años y un cierto grado de impacto en la praxis de transformación en Colombia, sin embargo, hoy en día son muy débiles. En la investigación, el interrogante general de partida que nos planteamos fue este: ¿qué es lo que existe de aquellas comunidades y proyectos que se consolidaron a fines de la década del 80? Seguidamente nos preguntamos por los contenidos teológicos y políticos de su incidencia, es decir, por los motivos de fondo que llevaron a cristianas y cristianos a asumir un compromiso por la liberación de los oprimidos. Nuestro propósito finalmente es reflexionar acerca de todo ello para valorar si lo que aún existe tiene alguna posibilidad y alguna perspectiva de influir en el actual contexto de construcción de paz y reconciliación en Colombia, distinto en este sentido al contexto en el que nació, un entorno de carácter revolucionario. La respuesta que apostemos debe, de algún modo, ofrecerle luces y abrirle espacios a los proyectos populares, especialmente a los de carácter cristiano, que todavía defienden la vida de las mayorías amenazadas por la globalización neoliberal.
Nos hemos encontrado con la sorpresa de que muchas de esas expresiones, aunque fragmentadas y atomizadas, sin embargo, todavía se mantienen. De tal manera el éxito del régimen de cristiandad — formalmente desaparecido en la Constitución de 1991 pero con muchos vestigios aún presentes — no fue absoluto. La pretensión de arrasar, mediante la estrategia de seguridad nacional, al conjunto del movimiento popular, dentro del cual estaba la Iglesia de los pobres, no alcanzó el objetivo trazado. La organización de los pobres fue golpeada, incluso derrotada, pero no fue aniquilada. Hubo una capacidad de repliegue, de resguardarse dentro de los trabajos concretos de comunidades de base en distintas partes del país, y nos encontramos con que esas prácticas inauguradas con Camilo Torres Restrepo y progresivamente fortalecidas durante la década de los 80, existen y muestran su vigencia y sentido, según lo testimonian en la actualidad personas absolutamente convencidas y que mantienen ciertas prácticas en concordancia con eso que ya es una tradición sociohistórica.
YL: ¿En relación a esta historia de la teología de la liberación y la iglesia de los pobres en Colombia y el continente en general, qué esperas encontrar en Cuba?
CA: Yo vengo aquí a Cuba porque hemos encontrado en la investigación tres referentes importantes para las personas que han estado vinculadas a las comunidades eclesiales de base:
1) para ellas es muy importante Camilo Torres Restrepo como fuente primordial del inicio de todo esto que han vivido; 2) también les ha sido muy importante la Revolución Cubana en cuanto posibilidad de intentar la construcción de una sociedad distinta y, 3) asumen que la praxis desarrollada fue inspirada en la II Conferencia del episcopado latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968.
Son tres referentes cuyo peso varía según el grado de conciencia, tanto teológica como política, de las personas, pero están muy presentes, son ineludibles e insoslayables, hacen parte de su sensibilidad y alcanzan para ellas una significación histórica. Entonces, yo vengo aquí a Cuba buscando testimonios que me permitan hacer estas conexiones. De los tres componentes me interesa principalmente, aunque no únicamente, la relación entre Camilo Torres y la Revolución Cubana.
Ayer precisamente tuve un diálogo muy rico con Raúl Suárez, una figura emblemática del movimiento ecuménico en este país y en América Latina. Él me dio cuenta de la significación de Camilo Torres para este movimiento ecuménico y para él particularmente, en el sentido de que la experiencia de Camilo y los escritos de Camilo fueron objeto de reflexión permanente dentro del movimiento ecuménico y les dio muchas luces, no para hacer exactamente lo mismo que hizo Camilo en Colombia, sino para vivir la fe y vivir su compromiso cristiano en medio de una revolución como la cubana. Datos de esta clase son también importantes en la memoria que hacemos allá en Colombia, porque pueden ofrecerle mucho más contenido y mucho más asidero a los referentes que he mencionado. Si ayudamos a establecer relaciones entre los significados construidos en Colombia y en Cuba acerca de la experiencia de fe vivida dentro de procesos revolucionarios, podremos ponderar con mayor hondura su significación para hoy, lo cual implica, por ejemplo, revisar la idealización de la Revolución Cubana hecha por cristianos liberacionistas en Colombia. Conocer el testimonio de Raúl Suárez es muy importante, pues la manera como el movimiento ecuménico se vinculó a la revolución supuso superar muchos obstáculos y muchas dificultades, de dentro y de fuera, entonces no fue un camino fácil ni expedito. Y saber que Camilo Torres fue una inspiración para ir abriendo caminos e ir recreando las maneras de articularse al proceso revolucionario tanto en la dinámica de base social como a nivel institucional, incluso, con el mismo Estado Revolucionario, pues yo creo que es bien importante para que ahora, en el contexto colombiano, sigamos repensando, desde el ejercicio de memoria, qué fue lo que se hizo y qué cosas también hay que corregir de nuestra propia experiencia.
YL: En el 200 aniversario del nacimiento de Carlos Marx. ¿Qué puedes decirnos sobre la llamada crítica de la religión, de Marx, en el contexto sobre este debate, de interés y de preocupación sobre la problemática del compromiso social de la Iglesia de los pobres, o sea, en todo este debate del que tú estás recuperando esta memoria?
CA: Todo lo que te voy a decir al respecto tiene que ver con la manera como personalmente he asumido y tratado de recrear el pensamiento de Franz Hinkelammert. Estoy muy convencido de aquello en lo cual Hinkelammert ha centrado su trabajo y la elaboración de su pensamiento. No es el único autor contemporáneo que lo ha hecho de este modo, pero sí considero único su modo de hacerlo. Franz Hinkelammert lo que hace es recuperar del pensamiento de Marx, como centro, como eje fundamental, la crítica de la religión. Él va a mostrar que esa crítica de la religión está permanentemente presente a lo largo de todo su trabajo, desde su tesis doctoral hasta El Capital, y nunca renunció a este empeño. Descubrir esto nos lleva a descubrir el método del pensamiento de Marx, lo cual es absolutamente clave.
Si se mira la crítica de la religión de Marx como un asunto exclusivamente temático, ahí se va a encontrar un corte en el desarrollo de su pensamiento, es decir, se tiene que llegar a la conclusión a la que ha llegado la mayoría de comentaristas en el sentido de que, después de que declaró la religión como el opio del pueblo, Marx renunció a seguir pensando el tema por su carácter idealista. Pero si se entiende que cuando él fue construyendo esa crítica también fue elaborando un método de análisis de la realidad, que siguió perfeccionando en la crítica política y en la crítica de la economía, la perspectiva cambia. Se trata de un método de análisis antropológico, es decir, de comprensión de las condiciones en las cuales el ser humano se aliena en medio de las relaciones de producción del mercado capitalista. Se trata de un método de análisis sociopolítico para determinar las posibilidades de lucha y emancipación dentro del sistema capitalista, y de construcción de una sociedad socialista, apenas esta última imaginada y nunca descrita por Marx. Y se trata asimismo de un método de análisis histórico en donde el horizonte utópico es decisivo, según lo examina Hinkelammert en su Crítica de la razón utópica (2000). Entonces, el punto no es discutir la existencia o no de Dios, ese no es el tema. El punto es discutir lo que va a encontrar Marx a través del método que es el fenómeno del fetichismo y que se va a condensar con la generalización de las relaciones de mercado que hace el capitalismo y donde la mercancía, el dinero y el capital se erigen como los nuevos fetiches del mundo. Si uno logra entender eso, logra entender la transformación — y no la desaparición — de la religión en el mundo capitalista y en la construcción del socialismo.
En el análisis de la esfera política y económica que hace Marx, la pregunta por la religión no desaparece. Marx, siguiendo con rigor su propio método, descubre que las formas tradicionales de la religión adquieren ahora expresiones terrenas fetichizadas que se reproducen en el modo de producción del capitalismo. Se trata de falsos dioses que siguen despojando al ser humano de su voluntad autónoma, de su potencia y de su capacidad propia para construir el mundo, la sociedad y la historia.
Si se es coherente con el método de análisis de Marx, también hay que preguntarse si la construcción socialista ha sido realmente capaz de derribar esos fetiches de la mercancía, del dinero y del capital, y si además aparecen unos nuevos que impiden a las personas mantener su voluntad de seguir construyendo tanto la nueva sociedad como el hombre y la mujer nuevos.
Si Marx hubiera vivido la construcción socialista después de un triunfo revolucionario, seguramente se hubiera preocupado por examinar qué pasa con los fetichismos en ese contexto.
Por lo dicho, creo que la crítica de la religión, presente en el método de análisis de Marx y recuperada por Hinkelammert, es absolutamente vigente y necesaria. Y yo pienso que en estos momentos dicha crítica es mucho más clave cuando después de la derrota del socialismo histórico en Europa oriental, de la imposición y de la generalización del neoliberalismo en el mundo, el fenómeno de la fetichización se ha extendido, eso es lo que se ha venido globalizando. A mí me encanta una expresión de Franz Hinkelammert cuando se refiere a este periodo y señala como preocupación central que el problema no es tanto la derrota de unos proyectos históricos porque, al fin y al cabo, en la historia eso se ha repetido continuamente, sino que el problema fundamental es lo que él denomina la instauración de un «alma derrotada» (1995). Con esta expresión lo que está metafóricamente señalando es que mucha gente, muchos movimientos y muchas organizaciones que hicieron parte de proyectos de emancipación, terminaron renunciando a su proyecto de transformación porque se sienten incapaces, porque interiorizaron la derrota: su alma, su ánima, es la derrota.
El «alma derrotada» es la manifestación actual, en el mundo moderno, de lo que ha logrado hacer el mercado. Las relaciones de mercado vienen despojando no solo materialmente a unas masas a las que siempre ha marginado y subyugado, sino que ahora las despoja de forma radical de su propia voluntad de autoconstrucción humana. Dentro de esas masas también hay que incluir a sectores sociales que tuvieron una participación muy específica en dinámicas de emancipación, pues ellos igualmente renuncian a esa voluntad. Entonces, en estos momentos el desafío, precisamente, es cómo reinventamos esa voluntad de lucha, esa voluntad que muestre la condición de posibilidad de la emancipación, que hoy, más que nunca, desde el punto de vista objetivo, es necesaria, es mucho más necesaria que en cualquier otro momento histórico. No obstante, el drama que vivimos es el de creer que todo ello perdió vigencia, que ya nada de eso es posible, y en eso la religión, en todas sus formas, viene desempeñando un papel cada vez más protagónico.
Personalmente soy de los que piensa que hablar de secularización a secas es una ficción, que es muy importante revisar en la historia del mundo moderno cómo han sido sus tentativas. Mencionar de manera plana la secularización no alcanza a explicar lo que ha sucedido realmente con la religión. Esta forma de nombrar, usada de modo simplista, pareciera estar mostrando la disolución de la religión y no su transformación, que es lo que realmente viene ocurriendo. Hoy nos encontramos, por ejemplo, con lo que Hinkelammert llama teologías profanas y religiones seculares, como la religión del mercado que él ha estudiado a (Fernandez y Silnik, 2012). Pero también, hoy en día, ya vemos como religión secular, el ejercicio de la política, el cual es un conjunto de prácticas de implantación de sistemas religiosos. En la actualidad la acción política lo que hace es convocar a que la gente, a que los pueblos se unan en torno a creencias. El tema no es si creer o no creer, el tema es en torno a qué creencias nos convocan y nos convocamos y cuáles son las creencias que pueden posibilitar la afirmación de la emancipación humana y cuáles creencias no.
En torno a estos propósitos vienen desempeñando un papel decisivo las corrientes religiosas pentecostalistas, neopentecostalistas y evangelistas, pero en ellas no se agota el fenómeno. A mí me llama poderosamente la atención que la matriz de origen religioso se está implantando ya de forma muy explícita en el discurso político, en las prácticas políticas y en los proyectos políticos. Es la transformación de la religión que sigue aconteciendo. Por eso nos encontramos con proyectos políticos que procuran programáticamente formular, en términos de creencias, la posibilidad de mesianismos seculares, para que la gente de la masa crea que solo una figura determinada sea la que finalmente la salve de las situaciones de caos que el propio proyecto político les describe. Esas ofertas no presentan las situaciones de caos reales de destrucción del ser humano, sino situaciones hipotéticas de caos que ocurrirán si prosperan las iniciativas de oposición al sistema de mercado abierto actualmente hegemónico.
Entonces, yo creo que a 200 años del nacimiento de Marx su pensamiento y su método siguen siendo vigentes. Filosofía, ciencias sociales y también la teología deben seguirse nutriendo de su forma de análisis de la realidad. Particularmente la teología, como teología de la liberación, tiene que profundizar el diálogo con Marx, más allá del diálogo con algunos pensadores marxistas, como ha ocurrido hasta el momento. Aquí tenemos todavía una deuda muy grande que saldar con una visión que representa la crítica más decisiva de la modernidad.
YL: Participaste en el XII Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios en enero del 2017 con un valioso análisis sobre el referéndum del proceso de paz y el papel del neopentecostalismo. ¿Cómo interpretas el proceso de paz en Colombia?
CA: El proceso de paz en Colombia es un proceso muy complejo y creo que lo seguirá siendo, tan complejo como ha sido la violencia en Colombia: es correspondiente lo uno con lo otro.
Mi comprensión de la guerra en Colombia se inspira bastante en el pensador de origen francés René Girard. Se trata de un autor muy universal, intérprete de la violencia en las culturas occidentales y orientales. Él construyó la que finalmente se conoce como la teoría mimética. El elemento fundamental que él va a estudiar como reproductor de la violencia es el deseo. Si bien la violencia, cuando adquiere la modalidad de la guerra (Girard, 2010), tiene un componente racional — lo cual él no niega ni mucho menos — sin embargo, le interesa mucho examinar cuál es el papel del deseo en la reproducción de la violencia. El autor termina entendiendo y explicando que la violencia va a aparecer como resultado de una mímesis de apropiación, una imitación de deseos entre rivales que se disponen a disputar un mismo objeto y, en función de lo cual, intentan construir mayorías sociales a su favor, movilizando masas que aprenden a desear la derrota y el aniquilamiento del rival.
Desde el enfoque girardiano, en una guerra tan larga como la de Colombia es indispensable hacerse por lo menos dos preguntas que ayuden a entender las condiciones culturales que han permitido su extensa reproducción. Una primera pregunta fundamental es la siguiente: ¿cuál es el objeto de deseo que históricamente se ha disputado en el país? Yo encuentro que el objeto fundamental de disputa en el país ha estado siempre en torno a la tierra. Si esta hipótesis es cierta, tendríamos que rastrear el significado cultural de la tierra en las distintas regiones de Colombia y para los diferentes grupos poblacionales. Entonces, serán importantes algunos temas como el tipo de relación con la tierra, los usos de la tierra, el arraigo y desarraigo y el papel del mercado y de la globalización en el trastocamiento de estos asuntos.
Algunos datos estructurales del presente nos pueden ayudar a empezar a entender cómo la tierra se convirtió en el principal objeto de deseo de disputa en Colombia. En nuestra historia uno no encuentra un momento donde haya habido una reforma agraria, ni siquiera o por lo menos, de carácter liberal burguesa. No ocurrió en el conflicto entre liberales y conservadores desatado por la disputa en torno al control y uso de la tierra durante los años 50 del siglo pasado. La tierra era el factor principal para poder implantar su modelo económico.[1]
En la actual etapa por la que transitamos, antes de empezar estrictamente el proceso de negociaciones que derivó en lo que conocemos como el proceso de paz entre la guerrilla de las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, el gobierno nacional expidió una ley que llamó Ley de víctimas y de restitución de tierras.[2] Dicha ley la expidió con un presupuesto, declarado públicamente por el mismo Juan Manuel Santos: se reconoció que, en Colombia, como resultado del conflicto armado más reciente, hubo un despojo de 6 millones de hectáreas. La ley, de carácter transicional, se propone para un periodo de 10 años y busca devolverle durante esta década dos millones de hectáreas a la población que ha sido usurpada. Me llama poderosamente la atención cómo los analistas sociales pasan por alto este dato. Lo que parecía un gesto de buena voluntad por parte del gobierno no obstante despierta sus dudas: lo que se está diciendo con esta ley es que hay cuatro millones de hectáreas más que fueron arrebatadas y que no se van a devolver; de hecho, a seis años de su expedición, no se ha dicho qué va a pasar con esos otros cuatro millones de hectáreas. Realmente no se necesita ser demasiado sagaz para hacerse la pregunta: ¿Y qué va a pasar con los otros cuatro millones de hectáreas que el mismo gobierno reconoce que han sido despojados? Sin embargo, nadie dice públicamente nada al respecto. Hay un silencio que oculta el verdadero objeto de deseo.
Así las cosas, no se trata de analizar el grado de desarrollo y aplicación de la Ley de víctimas y de restitución de tierras que, de suyo, es precario. Si se examina este punto nos encontramos con enormes insuficiencias y contradicciones que han llevado a que apenas se haya devuelto un 15% de lo que propone la ley. Pero si se aplicara juiciosamente, el problema estructural tampoco se resolvería aún.
¿Qué quiere decir toda esta situación? Desde la perspectiva de la teoría mimética podríamos afirmar que el proceso de paz no resolverá el problema de esta disputa histórica en torno a este objeto de deseo principal, pues queda prácticamente intocado o solo tocado parcialmente. Se podría argumentar que es necesario esperar un tiempo para crear condiciones que hagan posible en un futuro, ojalá no muy lejano, un pacto mucho más decisivo de paz, donde el tema de la tierra efectivamente se aborde a profundidad y de manera estructural. Sobre este aspecto, el conjunto de la sociedad colombiana tendrá que tomar las iniciativas que los rivales no adoptaron en la mesa de negociaciones a fin de aprender a desear de otro modo en torno a este objeto, otro modo que reconozca las necesidades de las mayorías del país. Otra pregunta necesaria desde la teoría mimética tiene que ver con la manera como se ha disputado el objeto de deseo. Al respecto parecería que, en general, en la actualidad nos empezamos a adentrar en un nuevo contexto —llamado con incertidumbre posconflicto o posacuerdos—, en el que las diferencias se tramitan a través de instituciones que los propios acuerdos han tratado de crear.
En consecuencia, los mecanismos victimarios de la guerra se deslegitiman mientras que las instituciones nuevas buscan legitimarse. Pero el tránsito entre lo uno y lo otro es muy confuso. Persisten muchas dudas sobre su grado de eficacia y la credibilidad institucional ni se asoma. Sobre el punto, Girard ha dicho que las instituciones son paradójicas puesto que contienen la violencia en un doble sentido: en cuanto que, al mismo tiempo, la evitan y en cuanto que la vuelven a reproducir. Para el caso colombiano, se encuentra muy entrabada la institucionalidad que tramita la devolución de las tierras pero, adicionalmente, no es claro en qué va a quedar finalmente la Justicia Especial de Paz, la JEP como se la conoce en Colombia, que ha sido la institución de la justicia transicional creada para este propósito. Lo concreto es que la oposición política al proceso de paz la está desnaturalizando en el Congreso de la República.
Todo lo anterior nos debe llevar a preguntarnos: ¿las instituciones derivadas del pacto de paz, después de la guerra entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC, garantizarán evitar la violencia o la seguirán reproduciendo para imponer legalmente los intereses de las élites tradicionales? Desde mi punto de vista, desgraciadamente todo apunta a lo segundo. Y si así continúa se refrendará la conciencia y la sensibilidad por medio de las cuales se cree que, para conseguir cualquier cosa en el país, de manera absolutamente ineludible, hay que estar recurriendo al uso de la violencia. Este fue el argumento que dio origen a las guerrillas en la década del 60 y que ha alcanzado un cierto grado de aceptación acerca de la legitimidad de la violencia contra el Estado: si no se puede convivir, por lo menos hay que sobrevivir con el uso de la violencia y en medio de la violencia.
Más allá de los factores que acabo de mencionar —y para no parecer pesimista— veo que es posible y factible trabajar sobre lo que en sí mismo nos ha dejado el proceso de negociación de cerca de 6 años. De cualquier modo fue muy importante que los dos actores principales de violencia, los dos rivales simétricos según Girard, se hayan sentado a establecer acuerdos. Son principales no por un criterio objetivo y medible del que se permita concluir que tenían la misma capacidad bélica. El criterio es más bien subjetivo y de interpretación: son principales porque, de cualquier modo, lograron constituirse en referentes políticos de varios sectores influyentes en la vida colombiana. En los años 80 o en los 90, o en este siglo, esto no era percibido así. Por eso se explica el escándalo desatado cuando Juan Manuel Santos decidió emprender ese proceso. Los 6 años sirvieron para que buena parte de la sociedad colombiana empezara a aceptar la legitimidad y validez de esta iniciativa: esa parte está representada en el casi 50% de la población que votó «sí» al plebiscito.
Antes de que empezara este proceso de paz vivimos el periodo que ya podemos denominar como el periodo uribista en Colombia. Si a mí me preguntan quién es Uribe Vélez en el país, qué representa, qué logró en un periodo de 8 años de gobierno, yo respondo: él logró legitimar la guerra, la violencia de las élites, y logró legitimar esa guerra como válida y absolutamente necesaria dentro de una amplia franja de la sociedad colombiana. Esa franja llevó a Santos a la presidencia en 2010. Esa misma franja se hizo mayoría, escasa, pero, al cabo, mayoría, en el plebiscito de refrendación del proceso de paz, diciendo «no» al mismo. Álvaro Uribe logró un fenómeno que es muy importante en el ejercicio de la guerra: pudo construir la figura del demonio, la figura satánica encarnada en la guerrilla. Y las FARC no han entendido cuál fue el logro de Álvaro Uribe: por eso ahora, como partido político, conservan la misma sigla (así tenga significado distinto), se presentan a elecciones de la manera como lo han hecho y obtienen resultados realmente pírricos, 50 mil votos, en medio de una votación de más de 10 millones de personas. Las FARC no comprenden que las élites colombianas, por encima de sus triunfos militares, consiguieron sobre todo que una masa importante de la población siga pensando que ellos son el demonio. Cuando lo entiendan, seguramente replantearán su estrategia política e ideológica.
En cierto sentido el proceso de paz permitió reducir un tanto la cantidad de adherentes a esa creencia de que las FARC son el mal del país y con ello también bajó la intensidad del fanatismo que la acompaña. Pero esa sensibilidad persiste. Se trata de una cultura consolidada en tiempos de Uribe y agenciada por el uribismo. Lo consiguió probablemente por saber interpretar el talante bélico de la cultura colombiana. De manera que su desmonte y su transformación requieren un buen tiempo y mucho ingenio, pues se trata de un proyecto cultural de largo aliento. Es la tarea que tiene por delante, en mi criterio, las FARC, es la tarea que tiene o que tenemos también organizaciones sociales y la academia, la de ir trabajando por una cultura de construcción de paz. El asunto central, en términos de construcción de paz, no es simplemente decirnos de manera abstracta y genérica: «no nos hagamos daño», «no nos tiremos balas». El tema es entender que socialmente no nos podemos construir contra la figura del mal, contra la figura satánica, contra el supuesto enemigo total como lo formuló en su teoría política Carl Schmitt para el avance y legitimación del proyecto nazista.
Lastimosamente esa manera de entender la política sigue funcionando en la actualidad y, en el caso colombiano, en mi opinión, eso ha funcionado bastante bien, de forma exitosa para esas élites que lograron construir semejante imaginario colectivo. Por eso la confrontación militar ahora se ha trasladado a la polarización política, cuyo antecedente inmediato fue el trabajo de gobierno de Uribe Vélez. De ahí se explica que la oposición a la negociación, al proceso de paz y a la implementación de los acuerdos cuente con una base social significativa. Y precisamente esto es lo que hay que desmontar, es el desafío prioritario que tienen las iniciativas de base, las nuevas iniciativas de acción política.
Correlativo a la construcción social del enemigo y del diablo es la construcción de la imagen del bien. Es lo que aún representa Álvaro Uribe y se corresponde con la idea del mesianismo político. Sin embargo, si miramos los resultados electorales, encontramos que cada vez son menos contundentes los triunfos del uribismo. Lo que sucede es que las élites a su interior ya tienen contradicciones significativas y se resquebraja la imagen omnímoda de Álvaro Uribe. Hay uribistas «pura sangre» pero también hay un uribismo por conveniencia que se suma de acuerdo con la oportunidad. La figura de Uribe empieza a levantar sospechas públicamente y esto puede ser positivo para la construcción de paz en el país.[3]
Si te fijas, estoy dibujando un escenario social marcado por una lógica religiosa. Luchas del bien contra el mal, de dios contra el diablo. Y el supuesto dios corre el peligro de dejar de serlo, al tiempo que los demonios dejan de ser tan diablos. Es un momento de tránsito en el que no se sabe con certeza el rumbo que tomará la sociedad colombiana, abocada aún al asunto de fondo que plantea Girard en su teoría de la violencia: la configuración del chivo expiatorio.
Girard explica que en la escalada de la violencia se puede llegar a un punto máximo que él denomina paroxismo de la violencia. En ese extremo último lo que se va a intentar definir entre los rivales es un chivo expiatorio. Se trata de la necesaria muerte de alguien que es escogido en la dinámica social para ser sacrificado y para que la sociedad pueda expiar sus culpas en él y así se pueda encontrar nuevamente la paz y la reconciliación. En mi criterio, Álvaro Uribe estaba buscando que la guerrilla de las FARC fuera ese chivo expiatorio. Pero su propósito quedó truncado con el proceso de paz que ha permitido desmontar la idea de que las FARC lo sean. No obstante, bajo la creencia religiosa fundamentalista de que el mal debe ser exterminado, en la dinámica social y política se sigue revitalizando la idea de escoger algún chivo expiatorio […] Si no son las FARC, deberá ser otro […]
Esta lógica sacrificialista — radicalmente religiosa — parece estarse trasladando a la figura del líder social. Es dramático el fenómeno, pero es real. Los uribistas, buscadores de chivos expiatorios, parecen estar enviando señales de que todo aquel que intente ser líder social debe morir, debe ser sacrificado. Tratan de construir el imaginario de que líderes y lideresas sociales son una nueva cara de las FARC, son la nueva cara del demonio, porque se oponen al establecimiento, al régimen de mercado.
YL: A partir de la victoria de Petro, según tu criterio ¿cómo se ha manifestado esta situación?
C.A.: Desde la victoria de Petro lo que sienten las élites es que hay un proyecto que tiene ya un cuerpo mucho más definido, mucho más identificable social y políticamente. Ese proyecto no es de ellos. Desde el avance electoral de Petro los líderes sociales probablemente se van a estar asociando a este proyecto que supuestamente es la representación o la encarnación de un mal transversal a toda América Latina: el «Castro-Chavismo». El «Castro-Chavismo», si no me equivoco, es una denominación que apareció en Colombia en boca de Álvaro Uribe Vélez y ya está presente en toda América Latina. Es el fantasma, el demonio que recorre el continente y el Caribe. En Colombia, pues, la idea del liderazgo social, con probabilidad se tratará de vincular a ese imaginario «maligno», en procura de quebrar la voluntad popular, la voluntad autónoma y, si es preciso, hacer de los cientos de líderes y lideresas sociales el chivo expiatorio que supuestamente hay que desaparecer.[4]
Todo esto de lo que he hablado no es otra cosa que la lógica de la religión presente en el mundo político de Colombia, y creo que la crítica de la religión en este país debe pasar, precisamente, por el desmonte de estas lógicas que vienen haciendo política sobre matrices religiosas y constituyendo verdaderos sistemas religiosos. Es la reedición de los fundamentalismos que, como vemos, no solo defienden ideas a ultranza sino que generan verdaderas estructuras de violencia. En mi opinión, hoy día ese sistema político-religioso colombiano, a propósito del declive de Álvaro Uribe Vélez, ha tenido que recurrir al fundamentalismo religioso explícito, representado principalmente en corrientes pentecostalistas, neopentecostalistas y evangelistas establecidas en el país. Actuaron decididamente apoyando el «no» en el plebiscito sobre el proceso de paz. Y han seguido activos. Fue curioso, por ejemplo, que en las últimas elecciones presidenciales, se diera una disputa entre dos proyectos políticos de élites, como fueron el Centro Democrático de Álvaro Uribe y Cambio Radical de Vargas Lleras, que buscaron el apoyo de las llamadas mega-iglesias evangélicas. La mayoría terció por el uribismo.
YL: En 2018 se cumplen 50 años de la conferencia episcopal de Medellín. ¿Cuál es, en tu opinión, la trascendencia de este acontecimiento en el contexto actual de la región y de la Teología de la liberación?
CA: A propósito de la conmemoración de la II Conferencia Episcopal celebrada en Medellín, creo que es importante colocar en nuestro contexto actual la vigencia de las conclusiones de ese documento y pasarlas por una revisión. No se trata de repetir ni simplemente recordar las conclusiones para hacer una apología, per se, de las mismas; sino, sobre todo, hay que atreverse a mirar cuál es su vigencia y cuáles las posibilidades de revitalizarlas.
Uno de los eventos, entre los varios que habrá, se convoca bajo el lema «El grito de los pobres, grito por la Vida». Este evento cuenta con un proceso de preparación de un año y con la participación mayoritaria de personas de las comunidades eclesiales de base. Con este lema se está poniendo en evidencia que el grito de los pobres está opacado, está escondido, no se escucha. Entonces, no se puede hacer una rememoración de Medellín abstrayéndose de la realidad concreta, donde el grito de los pobres no tiene la fuerza que efectivamente tuvo después de Medellín 68, estoy hablando de los años 70 y 80. Si eso se toma en serio hay que examinar por qué el grito de los pobres se ha callado.
Parte de la respuesta ya se ha dado en medio de este proceso histórico, sobre todo entre finales del siglo pasado y lo que llevamos del presente: ya sabemos que el ocultamiento del grito de los pobres sucedió por la estrategia de seguridad nacional aplicada en América Latina y por la represión dirigida desde algunos episcopados, las cuales fueron auspiciadas por el propio Vaticano contra las comunidades eclesiales de base y contra el proyecto de Iglesia de los pobres.[5] Pienso yo que este tipo de respuesta es verdadera, es real, pero, efectivamente, también hay que entrar a mirar cuáles fueron los errores que se cometieron en los procesos de las iglesias de los pobres, que permitieron que la estrategia de sofocamiento y de control de las comunidades eclesiales de base tuviese éxito.
Efectivamente con esas estrategias represivas se logró, si no el aniquilamiento, por lo menos la neutralización de este dinamismo que venía creciendo muy fuertemente, y que se creía iba a mantenerse en crecimiento por la propia fuerza de sí mismo. Al Vaticano le preocupaba seriamente la conformación de una manera de ser iglesia que se salía de su control; su respuesta exitosa fue una estrategia de recuperación del control de esos dinamismos mediante el castigo eclesiástico o mediante la cooptación. Ahí, creo, nos debemos un examen, un análisis de qué fue lo que ocurrió. Rememorar Medellín 68 pasa por esta revisión.
Creo que el pobre que logra posicionar la Conferencia de Medellín y que, luego, va a ser mucho más potenciado por la Teología de la liberación es, precisamente, ese pobre que se hace sujeto, que siente que las adversidades y dificultades que está padeciendo son posibles desafiarlas y siente posible afirmarse como ser humano en el mundo. Esta postura existencial se concretó en opciones humanas, sociales y políticas radicales y se alimentó por una visión de fe cuyo corpus central lo configuró la Teología de la liberación. En el núcleo de esta visión se entendió que el Dios de Jesús es un Dios humano, y no solamente humano, sino que se hizo humano desde un lugar histórico-social concreto que es el lugar del pobre. Por tanto, a partir de 1968 se va a asumir que todas las posibilidades de humanización tienen como lugar de potenciación el mundo del pobre, del pobre que se hace sujeto, y los creyentes de América Latina que lo comprendieron de esta forma encontraban inspiración para ello en las conclusiones de la II Conferencia episcopal de Medellín.
Medellín también logra explicar que el pobre no es un resultado fortuito, sino que el pobre es resultado de unas relaciones de injusticia social, y esto nos lleva al desafío de entender cuál es la dinámica de las relaciones de injusticia en el actual contexto de globalización neoliberal. En Medellín los obispos pensaron para un contexto de sociedades relativamente cerradas sobre sí mismas, que se autorreferenciaban y que quizás se unían al sentirse sometidas a una estrategia de dominación proveniente del centro de poder de Norteamérica. Hoy en día el asunto es mucho más complejo. El poder se ha disgregado, es un monstruo con muchas cabezas, y esto obliga también a entender que las dinámicas de liberación y de que el pobre se constituya como sujeto pasan, necesariamente, por la capacidad que tengan los pobres de distintas sociedades y países del mundo de acercarse, de reconocerse en sus limitaciones y en sus potencialidades. Lo planteo aquí de esta manera muy general: el asunto tiene que ver con el tema de análisis de la realidad, que es un referente metodológico engendrado en esa II Conferencia y que ha hecho su carrera en la educación popular y en el cristianismo de liberación: el ver-juzgar-actuar. Para los creyentes significa que la experiencia de fe exige una comprensión del mundo social y de todas sus complejidades, de lo contrario, no se puede conocer la voluntad de Dios.
Creo que otro gran desafío a 50 años de la Conferencia de Medellín es repensar el modelo de Comunidad Eclesial de Base. Por el proceso de cooptación del que hablaba anteriormente, su sentido y forma originales han sido vaciados. Hoy muchas Comunidades Eclesiales de Base se las adscribe al modelo tradicional de parroquia, es decir, son otra cosa. Soy de los que piensa que la pregunta sobre si se trata de construir Comunidad Eclesial de Base hay que hacérsela, o probablemente se trate de construir otras expresiones que no necesariamente excluirían a las comunidades eclesiales de base, pero sí otras expresiones que apunten a algo más que una estructura eclesial.
A propósito de lo que acabo de decir, un cristianismo de liberación actual tiene enormes tareas en el campo de la espiritualidad. Hay que acompañar con reflexiones y procesos que coadyuven a superar el sentimiento de almas derrotadas en los movimientos sociales populares. Esto lo pueden hacer cristianos y cristianas de la liberación en diálogo y en relación con otras cosmovisiones, tanto religiosas como no religiosas. La memoria de Medellín implica auscultar a profundidad cuáles fueron los motivos de emancipación que llevaron a muchos creyentes a dar su vida durante este medio siglo y si ello tiene un lugar significativo en el contexto de dominación de hoy.
La espiritualidad de la liberación debe enfrentar la ofensiva del poder de hoy que busca recuperar la función de las religiones en su práctica política de dominación, reasignando a la religión un papel para ser pregonera del éxito. Los poderes del neoliberalismo están convencidos de que la religión puede acompañar la promesa del éxito hecha por el mercado. Los evangelismos de hoy se le han apuntado a esa empresa. De hecho, cualquier feligrés, cualquier creyente que se vincula a estas expresiones religiosas lo hace porque cree que allí habita una divinidad que le dará la posibilidad de participar de los éxitos del mercado en este mundo. Esta espiritualidad funciona, atrae.
¿Cómo una espiritualidad de la liberación es capaz de contrarrestar la lógica del progreso y de rehacer el sentido en torno al reconocimiento de las necesidades corporales de las personas? Este es otro desafío a 50 años de Medellín, responsable en buena medida de sembrar el espíritu liberador entre los creyentes de América Latina.
En esa lucha de espiritualidades lo que está en juego es la factibilidad de abrirle nuevamente el espacio al pensar en la construcción de sentido. Aquí recuerdo mucho lo que decía Fernando Martínez Heredia: la cultura de hoy está funcionando como una cultura que propone el no pensar.[6] No nos enfrentamos al pensamiento único con el cual se fundó el neoliberalismo, sino al no pensamiento. Lo que parece tener éxito y garantizar éxito es el mundo de los afectos y las emociones per se, en lo cual se especializan los fundamentalismo religiosos.
Retomar Medellín significa entender que a partir de su realización se construyó espiritualidad liberadora, que tuvo una capacidad de convocatoria fundamentalmente social y política muy importante, y la cual en algún momento se extravió y de alguna manera se extravió. Hay una tesis que tiene Helio Gallardo (2006) y que, particularmente, yo comparto. Es una tesis muy general, pero que, en principio, a mi modo de ver vale la pena considerarla y examinarla detenidamente. Él dice que el cristianismo liberador en América Latina cometió un error estratégico, y fue haber hecho una alianza que los mismos cristianos llamamos «alianza estratégica» con los movimientos revolucionarios con la cual se renunció a la potenciación de la identidad cristiana dentro de la alianza misma. En otras palabras, si aceptamos esa tesis, estamos diciendo que los cristianos renunciamos a ser cristianos y simplemente terminamos usando la identidad cristiana como un carné de presentación de cara a los movimientos revolucionarios. Pero perdimos la capacidad de búsqueda y de comprensión espiritual de lo que somos, del significado de fe del compromiso social y político liberador.
A mí me gustaría que la celebración de Medellín permitiera retomar este tipo de asuntos pues la crisis global así lo reclama. Me gustaría reinventar Medellín y reinventarnos con Medellín a 50 años de haber acontecido.
YL: Muchas gracias Carlos por estas ideas raigales que has expuesto. La guerra de pensamiento viene aliada a las fuerzas más siniestras de la reacción oligárquica, quienes intentarán dar remate a todos los intentos de los pueblos de la región por su emancipación. Sin embargo, como afirmas la capacidad de reinventarnos, en nuestro pensamiento y acción crítico práctico será el desafío clave para que triunfemos en la justicia, el bien y la verdad.
Notas:
[1] Tres leyes intentaron una reforma agraria en Colombia: ley 200 de 1936, la ley 100 de 1944 y la ley 135 de 1961. No solo no fueron aplicadas, sino que la oposición violenta a las mismas, por parte de los terratenientes, dio lugar a la llamada Violencia, es decir, a la guerra de más de medio siglo.
[2] A propósito de la ley 1448 de 2011 véase Prada y Poveda, 2011.
[3] A fines de julio la Corte Suprema de Justicia ha llamado a indagatoria a Álvaro Uribe Vélez a partir de las investigaciones preliminares que lo comprometen en la compra de testigos clave que lo delatan con el montaje de grupos paramilitares y con delitos de lesa humanidad. Aunque su partido Centro Democrático ha cerrado filas en su defensa pública, su imagen viene en franco deterioro.
[4] Desde la firma del Acuerdo de Paz, en noviembre de 2016, hasta comienzos de julio de 2018, se ha perpetrado el asesinato de 330 líderes y lideresas sociales. El ministro de defensa del anterior gobierno de Santos los explicaba como «líos de faldas y de linderos entre vecinos». El nuevo ministro de defensa de Iván Duque ha dicho que la protesta social hay que regularla y aseguró que «con los dineros ilícitos corrompen y financian la protesta social». Esto revela el ambiente que hay dentro del Estado colombiano en relación con la persecución sistemática contra movimientos sociales.
[5] Hay que recordar por lo menos dos hitos en este sentido: el Informe Rockefeller en 1969 en el que se advertía que la Iglesia ya no era un aliado seguro para los EE.UU. porque se había convertido en un foco peligroso del comunismo internacional; y los documentos de Santa Fe que acompañaron las campañas republicanas de Ronald Reagan y proponían combatir por todos los medios a la Teología de la Liberación.
[6] Dijo Fermando Martínez Heredia en el XII Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios: “Les he aclarado a compañeros que aprecio mucho que el capitalismo no intenta imponer un pensamiento único, como ellos afirman, sino inducir que no haya ningún pensamiento. Está en marcha un colosal proceso de desarmar los instrumentos de pensar y la costumbre humana de hacerlo, de ir erradicando las inferencias mediatas, hasta alcanzar una especie de idiotización de masas” (2017).
Libros a los que hace referencia el entrevistado:
Fernández, Estela y Gustavo Silnik (2012): Teología profana y pensamiento crítico. Conversaciones con Franz Hinkelammert [en línea]. Buenos Aires: CICCUS/CLACSO. Disponible en: ‹https://www.lahaine.org/libro- teologia-profana-y-pensamiento›
Gallardo, Helio (2006): Siglo XXI. Producir un mundo. San José de Costa Rica: Arlequín.
Girard, René (2010): Clausewitz en los extremos, política, guerra y apocalipsis: conversaciones con Benoît Chantre. Madrid: Kats Editores.
Guzmán, Germán; Eduardo Umaña y Orlando Fals (2005): La violencia en Colombia, 2 tomos. Bogotá: Taurus.
Hinkelammert, Franz (1995): «América Latina y el fin de siglo. Cuestionario de la revista Nueva Sociedad». En Germán Gutiérrez y José Duque (eds.): Itinerarios de la razón crítica. Homenaje a Franz Hinkelammert en sus 70 años. San
José de Costa Rica: DEI, 139–50.
Hinkelammert, Franz (2000): Crítica de la razón utópica. Costa Rica: DEI.
Martínez, Fernando (2017): «Claves del anticapitalismo y el antimperialismo hoy: las visiones de Fidel en los nuevos escenarios de lucha» [en línea]. Disponible en: ‹https://culturayresistenciablog.wordpress.com/2017/01/13/3418/› [consulta: septiembre 2018].
Prada, Nancy y Natalia Poveda (2011): «32 preguntas y respuestas sobre la Ley de víctimas» [en línea]. Disponible en: ‹http://www.humanas.org.co/ archivos/cartlldisreducido.pdf› [consulta: septiembre 2018].
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