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lunes, 9 de mayo de 2022
Que la guerra nos salve
Que la guerra nos salve
Por Alejandro Marcó del Pont | 09/05/2022 | Economía
Fuentes: El tábano economista
La economía del fascismo: una economía donde las grandes corporaciones se quedan con las ganancias, mientras los contribuyentes financian las pérdidas ( Murray Rothbard)
Durante 2019, en los ámbitos académicos se discutía intensamente el instante en el que arribaría la nueva crisis mundial, su profundidad y duración como consecuencia de la desastrosa performance del modelo de acumulación. ¿Por qué pensar en un futuro fatídico como este? Bueno, motivos había de sobra. En el 2008, según la ONU, unos 167.2 millones de personas se encontraban desempleadas, y en 2019 la cantidad había alcanzado los 184.5 millones. Casi 500 millones trabajan menos horas remuneradas de las que quisieran y alrededor de unos 120 millones no están clasificadas como desempleadas, pero habían abandonado la búsqueda activa de trabajo. Unos 267 millones de jóvenes (entre 15 y 24 años) no trabaja ni estudia y más de 630 millones de personas gana menos de 3,20 dólares diarios.
La principal causa de estos males era la desaceleración del crecimiento económico debido, según el neoliberalismo, a las consecuencias de la crisis, aunque no se discutía como y por qué se llegó a la crisis. Del 2000-2007, la tasa de crecimiento del PBI mundial rondaba el 3%, y desde 2008-2019 su media era de 1.8%. En el 2007 había unos 946 millonarios y en 2019 había 2.095, con más riqueza que 4.600 millones de personas. Al parecer algo en el modelo de acumulación de crisis recurrentes se había desconfigurado y debía ser discutido. ¿Realmente algo se había desarticulado o en realidad se había refinado? La pobreza aumentó de manera sideral debido a la concentración del ingreso, y los niveles de deuda mundial pasaron del 195% del PBI mundial en el 2007 al 227% en el 2019 en todos sus tipos, pública, privada y de los hogares.
La controversia no llegó muy lejos, las subprimes eran las culpables, el sistema de acumulación y distribución se podría revisar, pero no como un problema estructural. La pandemia se encargaría de ponerle el último clavo al ataúd de las especulaciones y las revisiones económicas. De ahora en más la culpa de todos los males económicos debería ser achacada al Covid-19. ¡Que la pandemia salve al sistema!
Esta nueva recesión no era financiera, sino sanitaria, y golpeaba a la producción. Según el Banco Mundial sería la peor desde la Segunda Guerra Mundial, y la primera vez desde 1870 en que tantas economías experimentarían una disminución del producto per cápita. El desastre económico se vio amplificado por numerosos motivos que venían de arrastre. Fuertes deficiencias de servicios sanitarios, destruidos por planes de austeridad en el sur profundo, diferentes niveles de acceso a la vacuna que llevaba a dispares niveles de crecimiento, y falta de registros para brindar incentivos de personas sin empleo formal, entre otros.
Gracias a esconder momentáneamente el manual de economía ortodoxa respecto de la emisión monetaria y el déficit, se permitió que los gobiernos se endeudaran tratando de mantener la estructura de producción intacta, pagando sueldos, financiando subsidios, omitiendo ingresos fiscales, mientras los organismos internacionales y la iniciativa privados miraban para otro lado. Esto provocó que los Estados se sobre endeudaran aún más, pero mágicamente esta vez, sin inflación. En un año la deuda mundial pasó del 227% ya comentado al 257%, con un aumento del 99% de la deuda pública.
El parate por la caída del PBI incrementó ferozmente el desempleo, que sumó 195 millones de trabajadores de tiempo completo, mientras que la pobreza empujó solo en el 2020 a 150 millones de personas a la pobreza extrema. La pobreza extrema, definida como la situación de quienes viven con menos de USD 1,90 al día, afectó entre un 9,1 % y un 9,4 % de la población mundial en 2020 o sea unos 700 millones.
Un mundo que profundizó la desigualdad fue el legado inmediato de la pandemia. La brecha entre ricos y pobres siguió creciendo entre 2019 y 2021. En la cúspide de la pirámide, un reducido y selecto club de multimillonarios –el 0,001% de la población– vio cómo sus fortunas crecían un 14%. En una amplísima base, 150 millones de personas más se veían abocadas a la extrema pobreza. Thomas Piketty pone negro sobre blanco el proceso de desigualdad de rentas y riqueza, que se agudizó a raíz de la oleada de políticas desreguladoras y privatizadoras de los años ochenta. Ese fue el comienzo. En las dos últimas décadas, la distancia entre los ingresos del trabajo y el capital, que percibe el 10% más rico de la población y el 50% más pobre, se ha duplicado. Y la concentración de la riqueza ha llegado a una cuota “extrema”, puesto que el 10% más poderoso posee ya el 75% de todo el patrimonio mundial.
Nuevamente el debate sobre el desastroso modelo de acumulación quedó escondido tras la sombra de la pandemia, por lo que el 2021 sería el año del reencuentro con un crecimiento desigual. Si las grandes corporaciones ganadoras durante la pandemia se apiadaban de los consumidores, podría darse un shock de azúcar, gastos sin precedentes, debido a la acumulación de ahorros causado por el aislamiento, sin importar la pérdida de trabajo y caída del poder de compra de los salarios. La recuperación estaba a la vista. Con una salvedad, esta crisis no tocó al sistema financiero, por primera vez en la historia de las crisis, el shock de consumo nunca se produjo.
En el 2021, los patrones de caída y recuperación inducidos por la pandemia difieren marcadamente por grupos de ingresos de cada país, si se define como recuperación el retorno de una economía a su nivel de 2019 en cuanto a ingreso per cápita. Aproximadamente el 41% de las economías avanzadas de altos ingresos llegaron a recuperar el umbral del 2019, pero de los países de medianos ingresos, solo el 28% lo logró y apenas el 23% de los países de bajos ingresos.
La disparidad entre economías avanzadas y en desarrollo es aún mayor de lo que sugiere esta comparación, porque muchos de los países de ingresos medios ya venían experimentaban caídas del ingreso per cápita –Argentina, Brasil, entre otros- antes de la pandemia, mientras que las economías avanzadas se mantenían. Por eso, las discusiones del modelo de acumulación planteado a fines del 2019 seguían mostrando que la economía no daba soluciones, y que el sistema genera carretadas de pobres y sólo beneficia a los poderosos.
Otro problema importante que afecta a las economías avanzadas y en desarrollo por igual son las cadenas de suministro globales, que siguen seriamente afectadas por los acontecimientos de los dos últimos años. La globalización y el diseño de las multinacionales de programar eslabones de cadenas dependiendo dónde les sea más rentable ubicarse, comenzó a afectar a la producción provocando escasez de productos. Varias cadenas de suministro se vieron afectadas y los engranajes de la economía mundial dejaron de funcionar correctamente. La caída del comercio internacional se acentuó y, de esta manera, el espectro de la parálisis económica se está extendiendo por toda la economía del planeta.
Los costos del transporte se dispararon. Y a diferencia del shock de oferta, basado en el petróleo de los años 1970, los relacionados con el COVID-19 son más diversos y opacos, y por lo tanto, más inciertos. Nuevamente la culpa no es del modelo, sino de la pandemia. Pero asoma después de varios años y sin guerra a la vista, un nuevo jugador en la disputa por ingreso, la inflación. En 15 de 34 países clasificados como economías avanzadas por el informe Perspectivas de la Economía Mundial del Fondo Monetario Internacional, la inflación de 12 meses, a diciembre de 2021, superaba el 5%. En más de 20 años no se ha registrado un salto tan repentino y generalizado de alta inflación (según los estándares modernos).
La idea de maximización de beneficios y el empeño por mantener y mejorar los márgenes de rentabilidad han sido los motores del sistema de acumulación en su historia, pero desde los ochenta en adelante, sobre todo en los gloriosos noventa, las cosas se salieron de control y de equidad. No solo en la búsqueda de mayores beneficios se estableció la globalización, para minimizar costos salariales y encontrar los lugares donde fueran ridículamente ínfimos, sino el mercado de trabajo se volvió un espacio mundial y, por lo tanto, los ejércitos de desempleados, que mantienen deprimido su valor, también.
Varias ideas acompañaron a esta, todas en busca del mismo objetivo, maximizar beneficios. He aquí un ejemplo actual. La empresa japonesa Toyota fue la pionera en implementar un método que consiste en que las piezas se entregan a las fábricas justo cuando se necesitan, a fin de minimizar la necesidad de almacenarlas. Lo que se conoce como fabricación “justo a tiempo”, o Just in Time, en inglés.
Los turbulentos acontecimientos durante el COVID-19 y su salida, pusieron en tela de juicio los méritos de la reducción de inventarios, además de reavivar la preocupación de que algunas industrias han ido demasiado lejos. La manifestación más notoria de la excesiva dependencia del método se encuentra en la propia industria que lo inventó: los fabricantes de automóviles se han visto perjudicados por la escasez de chips, componentes vitales de los automóviles, que se producen sobre todo en Asia. Sin suficientes chips disponibles, las fábricas de automóviles de India, Estados Unidos y Brasil se han visto obligados a detener las líneas de producción.
No se puede modificar la fabricación de semiconductores de autos para computadoras de a bordo por tablets, teléfonos celulares, computadoras, etc y volver a darle importancia nuevamente a los automóviles cuando la demanda aumenta. No sólo es el método, Intel, el fabricante estadounidense de microprocesadores, ha divulgado sus planes para invertir 20 mil millones de dólares con el fin de construir nuevas plantas en Arizona. Pero eso es menos de los 26 mil millones que gastó en recompras de acciones en 2018 y 2019, una suma que la compañía podría haber usado para expandir su capacidad.
Según un estudio del Banco de Pagos Internacionales, de 1981 a 2000, las empresas estadounidenses redujeron sus inventarios en un promedio de 2% al año. Estos ahorros ayudaron a financiar otra tendencia que enriquece a los accionistas: el crecimiento de las recompras de acciones. En la década previa a la pandemia, las empresas estadounidenses gastaron más de 6 billones de dólares para comprar sus propias acciones, triplicando sus compras.
Nadie invirtió para los momentos de expansión y nadie quiere perder sus beneficios, por lo que los platos rotos los pagaran los consumidores. Durante el 2021, el presidente americano estalló contra los monopolios por el exagerado aumento de los precios, debido a los faltantes de stock, y para mantener su rentabilidad.
El ejecutivo americano se planteó durante el 2021 adoptar una postura más dura hacia las empresas que, según decía, están «causando conmoción» en los precios que ofrecen a los consumidores. Para poner un ejemplo, los cuatro grandes procesadores del sector de lacarne de EE.UU. son: Cargill, productos básicos, Tyson Foods Inc, productor de pollo, JBS S.A., mayor empacadora de carne del mundo, y National Beef Packing Co., carne. Estas cuatroempresas faenaron alrededor del 85% del ganado de EE.UU. que se convierte en filetes, asados de res y otros cortes de carne. Estas cuatro grandes conglomerados controlan, de manera abrumadora, las cadenas de suministro de carne, lo que reduce las ganancias de los productores y aumenta los precios para los consumidores. ¿Les suena conocido?
La Casa Blanca detalló que los aumentos de precios en la carne de res, cerdo y aves de corral han impulsado la mitad del aumento de precios que los estadounidenses han pagado por los alimentos desde diciembre del 2021. En este sentido, consideran que esas empresas obtienen demasiadas ganancias después de que el estímulo ayudó a apuntalar la demanda de sus productos.
Mientras EE.UU. extiende de manera anormal su déficit comercial, U$S 109.800 en millones en marzo, un 22% más que durante febrero, el comercio mundial crece sólo un 0.3% en febrero. El puerto de Shanghái esta semiparalizado debido a la propagación de la variante ómicron. Con 25 millones de habitantes y un peso vital para la economía del país, sufre la peor ola desde la originada en Wuhan hace más de dos años. En 2021 representó el 17% del tráfico de contenedores de China y el 27% de las exportaciones de esa nación, y ha sido el puerto más grande del mundo durante los últimos 10 años.
Las restricciones afectan las carreteras que llegan y salen del puerto en China, pero este colapso se encuentra en el mundo. La Cámara de Comercio de la Unión Europea estimó que había entre un 40% y un 50% menos de camiones disponibles. Las consecuencias a nivel global no van a esperar: cadenas de suministro tensas, flujo de importaciones lento y un aumento constante de la inflación. La distribución del ingreso se concentra cada vez más y la cadena de suministros seguirá fuera de control.
Las discusiones del modelo de acumulación tendrán que esperar para otro momento. La guerra es ahora la culpable de la crisis energética, de la histórica falta de alimentos y la desigualdad. Y lo que vendrá en los próximos meses de escasez e inflación galopante afianzará la concentración y las ganancias de las empresas que manejan el mundo y sacaban beneficios, mucho antes de la guerra.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2022/05/08/que-la-guerra-nos-salve/
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