Entrevista a Gilbert Achcar
Marxismos e islames: religión y política
23/10/2018 | Jean-Numa Ducange / Actuel Marx
Actuel Marx: Usted ha publicado varios artículos sobre Marx, las tradiciones marxistas y las religiones. ¿Qué considera usted que todavía es pertinente en la tradición surgida del marxismo clásico para comprender las cuestiones religiosas en el mundo contemporáneo? ¿O bien piensa usted que sus limitaciones son demasiado importantes para que nos sea de utilidad hoy en día?
Gilbert Achcar: Antes que nada hemos de ponernos de acuerdo sobre lo que entendemos por marxismo clásico. Por mi parte, entiendo que se trata del marxismo de los fundadores –Marx, pero también Engels, a quien demasiado a menudo se arrincona, tratándolo como mero compinche de Marx– a partir del momento en que su teoría común adquiere consistencia, un proceso que culmina con la redacción de La ideología alemana.
Dos elementos de este legado me parecen ser los más pertinentes para pensar la religión: el enfoque materialista en el análisis de los hechos y fenómenos históricos, y la actitud política. El primer elemento, la interpretación materialista de la religión y de los hechos religiosos, es el más conocido. A mi juicio sigue siendo fundamental, pero con dos condiciones. La primera es reconocer que la aportación del marxismo clásico consiste básicamente en un enfoque metodológico, que relaciona los hechos ideológicos con su base material y explora la dialéctica de lo material y lo ideológico, bastante más complejo que la caricatura que hace al respecto el marxismo vulgar.
Este planteamiento es la condición indispensable para un rechazo resuelto de todo esencialismo, como el que Edward Said popularizó con el nombre de orientalismo, contradiciendo en buena medida a Marx 1/. Said, como es sabido, clasificó a Marx entre los orientalistas del siglo XIX sobre la base de un único artículo de 1853 sobre India, que por cierto malinterpretó. Lo que traicionaba a dicho artículo –como expliqué en uno de los ensayos de mi recopilación Marxisme, orientalisme, cosmopolitisme 2/– no era en modo alguno una esencialización de los indios en la vena del orientalismo tradicional, sino más bien la concepción ingenuamente positivista del papel del capitalismo, propia de Marx y Engels en aquellos años y de la que el Manifiesto comunista es la expresión más patente.
La idea de que el capitalismo creaba “un mundo a su imagen y semejanza”, como “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” en el libro bíblico del Génesis, estaba profundamente equivocada: el capitalismo creó más bien dos mundos jerarquizados, un mundo dinámico y dominante en las metrópolis y otro, mermado y dominado, en el mundo colonial. Además, el conocimiento que tenía Marx de India se limitaba exclusivamente a la visión etnocéntrica europea a la que tenía acceso por sus lecturas.
Lo que Said ignoraba, en cambio, era que Marx rechazó posteriormente esta perspectiva con respecto a India, del mismo modo que Engels en relación con Argelia, percatándose del papel más devastador que civilizador de la dominación colonial, gracias a su estudio del caso de Irlanda, del que pudieron obtener un conocimiento mucho más directo. Said debería haber tenido en cuenta, por cierto, el hecho de que los especialistas de los que había retomado su crítica del orientalismo eran todos marxistas, empezando por Anuar Abdel-Malek 3/, cuyo libro citó ampliamente, o también Maxime Rodinson 4/, a quien elogió del mismo modo que la obra de Claude Cahen 5/. Esto, por supuesto, no fue una casualidad: el materialismo histórico es la antítesis más radical, y la única que funciona, del avatar del idealismo filosófico que es el orientalismo en el sentido popularizado por Said.
Por cierto, el hecho de que Said no hubiera comprendido esto es la causa de que él mismo pecara de esencialismo en la visión de Occidente que se desprende de su libro. No se sale del esencialismo practicando un orientalismo a la inversa, que invierte los signos positivos y negativos asociados a las nociones de Oriente y Occidente. Deshacerse del orientalismo y de cualquier otra forma de esencialismo culturalista exige un cambio radical de perspectiva analítica: comprender que no son las culturas, cualesquiera que sean, las que determinan la historia material, sino que es esta última la que condiciona el carácter y la evolución de las culturas. En vez de explicar la historia por la religión, es la religión y sus usos lo que hay que explicar a la luz de la historia si uno quiere librarse del razonamiento tautológico propio de los esencialismos, que postulan lo mismo que tratan de establecer. Esta es la gran aportación del marxismo clásico a la ciencia de la historia, para hablar como Althusser. Esta función del análisis marxista sigue siendo de gran utilidad en el análisis de las religiones, como demuestran los debates interminables sobre el islam.
De todos modos, la aplicación por parte de los propios Marx y Engels de su método de intepretación de la historia en el ámbito del estudio de las religiones, de la sociología de las religiones, no dejó de ser muy rudimentario, por no decir simplista, como en el análisis que hizo Engels de La guerra de los campesinos en Alemania (1850), ejemplo de materialismo primario. En el cristianismo de Thomas Müntzer no vio más que el “disfraz religioso” de aspiraciones comunistizantes, lo que resulta reductor y pasa por encima de una cuestión importante: ¿por qué el cristianismo ha podido servir tantas veces de “disfraz” de tales aspiraciones? La respuesta no está en una hipotética esencia del cristianismo al estilo de Feuerbach, sino en la tensión propia del cristianismo entre la traza persistente de sus orígenes oprimidos y la doctrina opresora de su devenir ulterior.
La sociología de las religiones es uno de los ámbitos que el marxismo clásico apenas ha tratado, y esta laguna la ha cubierto a su manera Max Weber, del mismo modo que esa otra laguna que es la tipología de los sistemas políticos. Los marxistas de la posteridad de Marx y Engels han realizado avances en el terreno de la sociología de la religión, pero se han limitado fundamentalmente a una aplicación sistemática de los rudimentos del materialismo histórico, como es el caso de los análisis de Karl Kautsky o, aportación a menudo olvidada, de la contribución trágica de Abraham Léon sobre la concepción materialista de la cuestión judía 6/. Los marxistas y paramarxistas de la posteridad –como la Escuela de Fráncfort y su periferia– han abordado mucho más la crítica de la religión, en la vena filosófica de los manuscritos del joven Marx, que la sociología de las religiones. Raros son los marxistas que, como Michael Löwy, han tratado de delimitar sociológicamente fenómenos religiosos; y por cierto que no es casualidad que Löwy se sitúe intelectualmente en la confluencia de Marx y de Weber.
La segunda condición para una buena utilización de la interpretación materialista de la religión consiste en reconocer que solo puede aportar una explicación parcial del fenómeno. De todas las formas ideológicas, la religión es sin duda la más compleja, lo que no deja de guardar relación con la longevidad excepcional y la adaptabilidad de las ideologías religiosas. Alcanzar una comprensión satisfactoria de las religiones exige la movilización de toda la panoplia de las ciencias humanas, en particular la psicología social y el psicoanálisis. Relacionar la religión exclusivamente con el reflejo de las condiciones de vida materiales constituye un reduccionismo a ultranza, más excesivo en este caso que con respecto a todos los demás ámbitos ideológicos. Cuanto más progresan las ciencias humanas sintetizadoras, tanto más capacitados estamos para entender el fenómeno religioso. Con las aportaciones de investigadores contemporáneos como Foucault o Bourdieu estamos mejor armados que los marxistas de épocas anteriores, pero todavía queda mucho trabajo por hacer.
Paradójicamente, en lo tocante a la actitud política con respecto a la religión, me parece que la aportación del marxismo clásico sigue siendo completamente válida. Esta aportación se desconoce en gran medida o se malinterpreta. Contrariamente a lo que pueden pensar algunos, Marx y Engels no eran campeones del ateísmo militante al estilo de Lenin. Como buenos materialistas, eran sin duda radicalmente ateos, pero una vez desvinculados del hegelianismo de izquierda, afirmaron que el ateísmo –definido como la negación de lo divino– no era de gran utilidad. Se burlaron de quienes, imitando a los discípulos de Blanqui o de Bakunin, querían hacer del ateísmo un “artículo de fe obligatorio” y prohibir la religión “por decreto”. Al tiempo que subrayaban la necesidad de que el partido obrero combatiera las costumbres reaccionarias y charlatanescas de la religión, defendieron la libertad de la práctica religiosa contra toda injerencia del Estado. Esta defensa intransigente del laicismo, en el sentido estricto de separación de la religión y el Estado –es decir, el rechazo de la injerencia de la religión en los asuntos del Estado, pero, también, de la del Estado en la religión– me parece más pertinente que nunca.
Actuel Marx: Se habla mucho de retorno de las religiones. ¿Le parece adecuada esta expresión? ¿Cómo analiza usted como marxista este fenómeno, especialmente en las partes del mundo que conoce mejor (Oriente Medio y Próximo)?
Gilbert Achcar: Es innegable que hemos asistido a un recrudecimiento de las religiones, desde el último cuarto del siglo pasado, cosa que algunos han calificado de revancha de Dios. Este fenómeno ha ocurrido con todas las religiones, y en especial las monoteístas. Este es un buen ejemplo de la insuficiencia de la aportación del marxismo clásico, ya que la nueva expansión de las creencias y prácticas religiosas –en particular la de los integrismos religiosos, que pretenden, todos, remodelar la sociedad y el Estado de conformidad con su lectura rígida y literal del corpus religioso– no puede explicarse de manera mínimamente aceptable y convincente como reflejo de la expansión del capitalismo y de su metamorfosis neoliberal.
No cabe duda de que existe una concomitancia entre el llamado retorno de las religiones y la mutación neoliberal del capitalismo, contemporánea al hundimiento del sistema estatal postestaliniano. Sin embargo, como ya subrayé en mi libro de 2002, El choque de las barbaries 7/, la aportación de Émile Durkheim es indispensable para explicar la relación entre, por un lado, el ascenso de la religiosidad y la expansión de los integrismos religiosos y, por otro lado, los cambios históricos que he mencionado. Su concepto de anomia –es decir, la desregulación de las condiciones de vida y la pérdida de referencias– es crucial para la comprensión de lo que ha suscitado la desregulación neoliberal combinada con el fin del imperio postestaliniano.
Durkheim explicó muy bien cómo la anomia socioeconómica y político-ideológica incitan al repliegue identitario sobre factores de solidaridad social como la religión, la familia, la patria. Esta clave analítica ha de combinarse con otra clave –intuición, habría que decir–, que encontramos en el Manifiesto comunista de Marx y Engels, donde explicaban que, frente a la apisonadora del capitalismo en su desarrollo, una parte de las capas intermedias, pequeñoburguesas y consortes, “tratan de hacer girar hacia atrás la rueda de la historia”. La idea del retorno a la preponderancia de la Ciudad de Dios, de la restauración de un pasado que desapareció en la Antigüedad o en la Edad Media –y muy mitificado, claro está– es, en efecto, una dimensión crucial de los integrismos religiosos.
Esta huida hacia atrás, mitificadora del pasado y quimérica, es una reacción perfectamente comprensible ante la adversidad y las desgracias del tiempo presente, máxime cuando lleva a la adhesión a una contrasociedad, ya sea del tamaño de un pequeño clan o de una gran tribu. Este es el contexto en que hay que situar el ascenso especialmente espectacular del integrismo islámico a partir del último cuarto del siglo pasado. Además de las condiciones anómicas generales que he mencionado, a ello han contribuido numerosos factores: la utilización por los gobiernos, casi en todas partes, del integrismo islámico como antídoto contra la radicalización de izquierdas de la década de 1960 ; el papel específico, a este respecto, de la existencia de un Estado integrista, el reino saudí, en la cuna del islam, un Estado vasallo del imperialismo estadounidense; la emergencia en 1979 de un segundo Estado integrista en Irán, ferozmente opuesto al primero y a su soberano; las guerras lanzadas sucesivamente por los dos imperios planetarios en países musulmanes: la URSS en Afganistán, y después EE UU en Irak y otra vez en Afganistán; el papel nefasto del Estado de Israel, autoproclamado Estado judío.
La fuga hacia atrás en el caso del islam resulta tanto más tentadora cuanto que los contornos del pasado a reconstituir parecen bien conocidos para esta religión más tardía que la mayoría de las demás: contrariamente a la imitación de Jesucristo, la imitación del profeta Mahoma –sobre la base de la crónica de su vida relatada por las biografías de carácter religioso, así como del corpus constituido por los hadices (actos y palabras del profeta) y, por supuesto, el Corán– es de naturaleza inmediatamente política y combatiente, y está dotada de un modelo de gobierno. Esto es lo que otorga una fuerza particular a la idea del Estado islámico elaborada por los teóricos contemporáneos del integrismo islámico desde hace un siglo.
Actuel Marx: En este número de Actuel Marx se habla repetidamente de teología de la liberación y de la alianza entre una fracción del mundo católico y el movimiento obrero (entendido en el sentido amplio del término). No ha existido verdaderamente un fenómeno similar en el caso del islam. ¿Cómo lo explica y qué conclusiones extrae usted de cara a las eventuales perspectivas políticas en los países de confesión mayoritariamente musulmana?
Gilbert Achcar: Esto es lo que he tratado de explicar, en la recopilación que ya he citado, recurriendo a la noción weberiana de las afinidades electivas, según la fórmula de Goethe retomada por Weber. Del mismo modo que existen tales afinidades entre el mito, por no decir la realidad, del cristianismo de los orígenes y el comunismo –véase cómo Rosa Luxemburg intentó asimilar el cristianismo primitivo al comunismo en su ensayo de 1905, Iglesia y socialismo–, también existen entre el mito, por no decir la realidad, del islam de los orígenes y el integrismo islámico contemporáneo. Una diferencia importante es que, en el caso del cristianismo, la ortodoxia religiosa oficial se opone enérgicamente a la interpretación comunista, mientras que la ortodoxia religiosa oficial, en el caso del islam, al adherirse a un dogmatismo literalista, favorece la interpretación integrista. Esto se ve reforzado por el hecho de que la ortodoxia islámica está dominada por un islam ultraortodoxo propagado por dos Estados integristas: el reino saudí con el islam suní y la república jomeinista para el islam chií, ambos países que se benefician de una importante renta petrolera.
En estas condiciones, mientras que buena parte de la contestación sociopolítica en las comunidades cristianas, particularmente en los países de Sudamérica dominados por el imperialismo del Norte, ha podido inscribirse a partir de la década de 1960 en esta interpretación comunistizante del cristianismo que es la teología de la liberación, en la mayoría de los casos contra una iglesia oficial aliada de las dictaduras y del imperialismo, en las comunidades musulmanas es la interpretación integrista la que ha desempeñado un papel simétrico, tomando una vía eminentemente reaccionaria. Es sumamente significativo que el mismo año 1979 viera una revolución con dinámica socialista en Nicaragua, con un importante componente cristiano de izquierda, y una revolución con dinámica integrista reaccionaria en Irán, capitaneada por una dirección clerical.
Los y las militantes de izquierda que se confundieron sobre el sentido de la revolución iraní pagaron muy caro su error: fueron brutalmente aplastados por el nuevo poder, a cuyo advenimiento habían contribuido. Esto incluye a la izquierda islámica, representada por el más importante de los movimientos islámicos parecidos a la teología de la liberación cristiana: los Muyaidines del Pueblo Iraní, que se inspiraban en la teología chií de izquierda elaborada por Ali Shariati. Fueron de los primeros en ser eliminados, víctimas de la punta de lanza de la reacción jomeinista, el Hisbolá de Irán. Los Muyaidines del Pueblo degeneraron posteriormente, ya en el exilio.
La experiencia iraní demuestra, por un lado, que en el islam es posible un equivalente aproximado de la teología de la liberación y que incluso ha existido en el caso que acabo de citar. Podemos añadir experiencias más limitadas en el campo del islam suní, la más reciente de las cuales es la de los Musulmanes Anticapitalistas de Turquía, que se dieron a conocer con su participación en el movilización del parque Gezi contra el gobierno conservador musulmán de Erdogan en 2013. Esa misma experiencia demuestra, por otro lado, que es ilusorio esperar que movimientos de este tipo puedan alcanzar proporciones masivas como las que adquirió rápidamente el movimiento integrista reaccionario de los Hermanos Musulmanes. Es ilusorio porque estos movimientos nadan contra la poderosa corriente de la ortodoxia islámica y proponen una interpretación del islam que tiene pocas afinidades efectivas con el islam de los orígenes y que, por consiguiente, son poco creíbles en su intento de reinterpretar este legado.
De hecho, no hay que contar demasiado con la posibilidad de que, por una especie de homoformismo cristiano, surja en la izquierda una réplica musulmana de la teología de la liberación. La izquierda en el mundo musulmán solo será muy marginalmente teológica, por la razón que acabo de explicar. Será básicamente laica, en el sentido de la diferencia entre clérigos y laicos. Dicho de otro modo, más que corrientes religiosas de izquierda son corrientes de izquierda laicas que se reclaman de la fe y del islam como parte importante de su identidad, que han formado parte de la izquierda en los países mayoritariamente musulmanes y han sido incluso en gran medida hegemónicas en esta izquierda. Le nasserismo es el ejemplo más importante de este fenómeno: fue el dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser quien representó más que nadie la radicalización de izquierda en la década de 1960 en los dos espacios arabófono y musulmán. Lo hizo sin duda de un modo dictatorial, pero ello se inspiró en gran medida en el socialismo realmente existente de la Unión Soviética, que en la década de 1960 todavía podía prometer “enterrar” el capitalismo, según la célebre expresión de Jrushchov, sin provocar risas.
En 2012 pudimos ver, en el contexto de la Primavera Árabe, la fortísima atracción que ejerce en el Egipto de hoy la nostalgia de lo que podríamos llamar un nasserismo con rostro humano, democrático, como el representado en la primera vuelta de la elección presidencial de aquel año por el candidato nasserista de izquierda Hamdine Sabbahi. Fue la gran sorpresa de aquellas elecciones, un poco como Bernie Sanders en las presidenciales estadounidenses. Sabbahi fue el candidato más votado en los dos grandes centros urbanos del país, El Cairo y Alejandría, obteniendo en total más del 20 % de los votos, pisando los talones a los candidatos del antiguo régimen y de los Hermanos Musulmanes.
Son corrientes laicas de este tipo las que podrán movilizar en la izquierda a una gran masa de creyentes, y no las corrientes teológicas. Estas corrientes laicas de izquierda rechazan el ateísmo de los marxistas, pero se inspiran en sus análisis, un poco como los partidarios de la teología de la liberación; sus dirigentes son creyentes y practicantes de manera a veces ostentosa, pero su relación con Dios no está mediatizada por el equivalente de un obispo o un papa (cosa que es más fácil en el islam suní que en el islam chií, ya que este último es más clerical, como lo es el catolicismo con respecto al protestantismo). Colocan a Dios de su lado, en cierto modo, y rechazan como impostores a quienes se reclaman de Dios con fines reaccionarios.
En el apogeo de la popularidad del nasserismo, que coincidió con el punto álgido de su radicalización, los Hermanos Musulmanes, percibidos como colaboradores de la monarquía saudí y de la CIA (cosa que era cierta, dicho sea de paso), quedaron marginados y desacreditados en toda la región. Nasser no dudó en denunciar como traidores al islam a los dirigentes saudíes, acusándolos de ser enemigos de los pobres. Las mayorías populares le seguían sin que él tuviera necesidad de argucias teológicas para conseguir su adhesión: es un buen ejemplo ilustrativo del dicho latino vox populi, vox Dei.
Actuel Marx: ¿Puede usted detallar un poco más la situación en Egipto? ¿Se remiten a Marx los nasseristas de izquierda? Y aparte de los herederos de izquierda del nasserismo en el caso egipcio, ¿puede usted citar algunos otros ejemplos de fuerzas de izquierda surgidas de movimientos que se reclamaban del marxismo en esta región? Pienso particularmente en el Partido Comunista Iraquí, que dispone de una implantación bastante sólida y que acaba de ganar las elecciones legislativas en el marco de una coalición.
Gilbert Achcar: Hoy como ayer, el nasserismo de izquierda, sin remitirse a Marx, tampoco es antimarxista. Durante su radicalización en la década de 1960, el régimen nasserista integró en el seno de su partido único, léase en la vanguardiaorganizada del partido, a numerosos marxistas procedentes del movimiento comunista egipcio. La ósmosis ideológica entre naserismo y marxismo llegó a tal punto que a mediados de la década de 1960, y sobre todo tras la derrota infligida por Israel al Egipto nasserista en la guerra de los Seis Días, sectores enteros del movimiento panárabe nasserista se pasaron al marxismo-leninismo con armas y bagajes, en el sentido literal de estos términos, pues fue en particular el caso de organizaciones de lucha armada como el Frente Nacional de Liberación de Yemen del Sur o el Frente Popular para la Liberación de Palestina. Esta ósmosis también se dio en el seno del FLN argelino, sobre todo en el periodo que precedió al derrocamiento de Ahmed Ben Bella en 1965 por parte de la fracción militar dirigida por Houari Boumédienne.
En sentido inverso, hemos visto en el mundo arabófono a partidos comunistas, como los de Marruecos o Sudán, llegar a compromisos con la religión islámica, hasta el punto de que el partido comunista sudanés no dudó en hacer recitar el Corán al comienzo de sus mitines de masas. Es un ejercicio muy peligroso cuando se trata de un gran partido de masas como fue el partido sudanés –uno de los dos grandes partidos comunistas que ha conocido la región, siendo el otro su homólogo iraquí–, pues existe el riesgo de convertir la vox populi en vox Dei. Al final, los comunistas han sido siempre los perdedores en este juego al avalar la mezcla de géneros entre religión y política. Se colocan en el terreno de sus adversarios religiosos e integristas, que aparecen revestidos de mayor legitimidad en este mismo terreno.
Los integristas musulmanes fueron el principal apoyo ideológico de la aniquilación de los comunistas sudaneses tras el golpe de Estado de Omar al Bechir en 1989. Previamente, el integrismo islámico había sido utilizado, en la década de 1980, como fuente de legitimación ideológica por la dictadura de Nimeiry, que había reprimido a los comunistas sudaneses una primera vez en 1971. Los integristas y otros movimientos musulmanes desempeñaron un papel capital, en 1965-1966, en la terrible liquidación del Partido Comunista Indonesio, el partido comunista más grande del mundo después de los de la URSS y China, que también había caído en la mezcla de géneros. La moraleja es que es una empresa vana para los marxistas tratar de hacer la competencia a los integristas y otros reaccionarios islámicos en el terreno teológico. Sin dejar de denunciar la explotación reaccionaria de las creencias religiosas, deben defender enérgicamente la separación de la religión y el Estado y dejar en manos de sus aliados musulmanes progresistas la tarea de combatir la reacción religiosa en las justas teológicas, para las que son más creíbles por ser más auténticos.
En cuanto al Partido Comunista Iraquí (PCI), ahora ya no es más que la sombra de lo que fue en su apogeo a finales de la década de 1950. Después de colaborar con la dictadura baasita en la década de 1970, aquellos de sus miembros que se salvaron del encarcelamiento y del asesinato tuvieron que exiliarse a partir del final de la década. Volvieron a Irak tras el derrocamiento de Sadam Husein por EE UU, pero esta vez colaboraron con las autoridades de ocupación. Estos últimos años han recuperado el aliento y se han implicado en batallas sociales. En este contexto se han aliado con la corriente de Moqtada al-Sadr, líder religioso por herencia, comúnmente calificado de populista y que se diferencia de los demás movimientos chiíes iraquíes por su rechazo de la influencia iraní. Han participado en las elecciones dentro de la coalición dominada por los sadristas. Pero tampoco hay que exagerar: esta última no ganó las elecciones, aunque sí obtuvo el mayor número de escaños, a saber, 54 de un total de 329, entre más de 35 listas representadas en un parlamento muy fragmentado.
Estas elecciones comportaron por lo demás una abstención muy alta, ya que en el voto participaron menos de la mitad de los inscritos. El resultado más espectacular para el Partido Comunista ha sido la elección de una de sus dirigentes –¡una mujer!– en la ciudad santa chií de Nayaf. Sin embargo, esto no deja de ser un juego peligroso al que se libra el PCI, por mucho que no tenga gran cosa que ver con su propio pasado y mucho menos con el marxismo. Para los verdaderos marxistas, en esta parte del mundo, al igual que en todas, cuando se tejen alianzas con fuerzas de orientación ideológica y programática opuesta a la propia en varios aspectos, es imperativo aplicar las cinco reglas formuladas por el revolucionario ruso Alexander Parvus en 1905 8/, reglas que cito a menudo: “1) No mezclar las organizaciones; marchar separados, pero golpear juntos; 2) no renunciar a las propias reivindicaciones políticas; 3) no ocultar las divergencias de intereses; 4) seguir al aliado como se vigila a un enemigo; 5) preocuparse más por aprovechar la situación creada por la lucha que por preservar a un aliado”.
02/2018
https://www.cairn.info/revue-actuel-marx-2018-2-page-101.htm
Traducción: viento sur
Notas:
[1] Said Edward, Orientalismo, Madrid, Al Quibla, 1990.
2/ Achcar Gilbert, Marxismo, Orientalismo, Cosmopolitismo, Barcelona, Bellaterra, 2016.
3/ Abdel-Malek Anuar, El orientalismo en crisis, Diógenes n.º 44, octubre-diciembre de 1963, Buenos Aires, Ed. Sudamericana.
4/ Rodinson Maxime, La fascinación del islam, Madrid, Ed. Júcar, 1989.
5/ Cahen Claude, Les Peuples musulmans dans l’histoire médiévale, Damasco, Éditions Institut français de Damas, 1977.
6/ Leon Abraham, Concepción materialista de la cuestión judía, Madrid, Fundación Federico Engels, 2015.
7/ Achcar Gilbert, El choque de las barbaries, Barcelona, Icària, 2007.
8/ Alexander Parvus fue un revolucionario ruso, una de las figuras clave de la IIª Internacional (1867-1924).
Gilbert Achcar: Antes que nada hemos de ponernos de acuerdo sobre lo que entendemos por marxismo clásico. Por mi parte, entiendo que se trata del marxismo de los fundadores –Marx, pero también Engels, a quien demasiado a menudo se arrincona, tratándolo como mero compinche de Marx– a partir del momento en que su teoría común adquiere consistencia, un proceso que culmina con la redacción de La ideología alemana.
Dos elementos de este legado me parecen ser los más pertinentes para pensar la religión: el enfoque materialista en el análisis de los hechos y fenómenos históricos, y la actitud política. El primer elemento, la interpretación materialista de la religión y de los hechos religiosos, es el más conocido. A mi juicio sigue siendo fundamental, pero con dos condiciones. La primera es reconocer que la aportación del marxismo clásico consiste básicamente en un enfoque metodológico, que relaciona los hechos ideológicos con su base material y explora la dialéctica de lo material y lo ideológico, bastante más complejo que la caricatura que hace al respecto el marxismo vulgar.
Este planteamiento es la condición indispensable para un rechazo resuelto de todo esencialismo, como el que Edward Said popularizó con el nombre de orientalismo, contradiciendo en buena medida a Marx 1/. Said, como es sabido, clasificó a Marx entre los orientalistas del siglo XIX sobre la base de un único artículo de 1853 sobre India, que por cierto malinterpretó. Lo que traicionaba a dicho artículo –como expliqué en uno de los ensayos de mi recopilación Marxisme, orientalisme, cosmopolitisme 2/– no era en modo alguno una esencialización de los indios en la vena del orientalismo tradicional, sino más bien la concepción ingenuamente positivista del papel del capitalismo, propia de Marx y Engels en aquellos años y de la que el Manifiesto comunista es la expresión más patente.
La idea de que el capitalismo creaba “un mundo a su imagen y semejanza”, como “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” en el libro bíblico del Génesis, estaba profundamente equivocada: el capitalismo creó más bien dos mundos jerarquizados, un mundo dinámico y dominante en las metrópolis y otro, mermado y dominado, en el mundo colonial. Además, el conocimiento que tenía Marx de India se limitaba exclusivamente a la visión etnocéntrica europea a la que tenía acceso por sus lecturas.
Lo que Said ignoraba, en cambio, era que Marx rechazó posteriormente esta perspectiva con respecto a India, del mismo modo que Engels en relación con Argelia, percatándose del papel más devastador que civilizador de la dominación colonial, gracias a su estudio del caso de Irlanda, del que pudieron obtener un conocimiento mucho más directo. Said debería haber tenido en cuenta, por cierto, el hecho de que los especialistas de los que había retomado su crítica del orientalismo eran todos marxistas, empezando por Anuar Abdel-Malek 3/, cuyo libro citó ampliamente, o también Maxime Rodinson 4/, a quien elogió del mismo modo que la obra de Claude Cahen 5/. Esto, por supuesto, no fue una casualidad: el materialismo histórico es la antítesis más radical, y la única que funciona, del avatar del idealismo filosófico que es el orientalismo en el sentido popularizado por Said.
Por cierto, el hecho de que Said no hubiera comprendido esto es la causa de que él mismo pecara de esencialismo en la visión de Occidente que se desprende de su libro. No se sale del esencialismo practicando un orientalismo a la inversa, que invierte los signos positivos y negativos asociados a las nociones de Oriente y Occidente. Deshacerse del orientalismo y de cualquier otra forma de esencialismo culturalista exige un cambio radical de perspectiva analítica: comprender que no son las culturas, cualesquiera que sean, las que determinan la historia material, sino que es esta última la que condiciona el carácter y la evolución de las culturas. En vez de explicar la historia por la religión, es la religión y sus usos lo que hay que explicar a la luz de la historia si uno quiere librarse del razonamiento tautológico propio de los esencialismos, que postulan lo mismo que tratan de establecer. Esta es la gran aportación del marxismo clásico a la ciencia de la historia, para hablar como Althusser. Esta función del análisis marxista sigue siendo de gran utilidad en el análisis de las religiones, como demuestran los debates interminables sobre el islam.
De todos modos, la aplicación por parte de los propios Marx y Engels de su método de intepretación de la historia en el ámbito del estudio de las religiones, de la sociología de las religiones, no dejó de ser muy rudimentario, por no decir simplista, como en el análisis que hizo Engels de La guerra de los campesinos en Alemania (1850), ejemplo de materialismo primario. En el cristianismo de Thomas Müntzer no vio más que el “disfraz religioso” de aspiraciones comunistizantes, lo que resulta reductor y pasa por encima de una cuestión importante: ¿por qué el cristianismo ha podido servir tantas veces de “disfraz” de tales aspiraciones? La respuesta no está en una hipotética esencia del cristianismo al estilo de Feuerbach, sino en la tensión propia del cristianismo entre la traza persistente de sus orígenes oprimidos y la doctrina opresora de su devenir ulterior.
La sociología de las religiones es uno de los ámbitos que el marxismo clásico apenas ha tratado, y esta laguna la ha cubierto a su manera Max Weber, del mismo modo que esa otra laguna que es la tipología de los sistemas políticos. Los marxistas de la posteridad de Marx y Engels han realizado avances en el terreno de la sociología de la religión, pero se han limitado fundamentalmente a una aplicación sistemática de los rudimentos del materialismo histórico, como es el caso de los análisis de Karl Kautsky o, aportación a menudo olvidada, de la contribución trágica de Abraham Léon sobre la concepción materialista de la cuestión judía 6/. Los marxistas y paramarxistas de la posteridad –como la Escuela de Fráncfort y su periferia– han abordado mucho más la crítica de la religión, en la vena filosófica de los manuscritos del joven Marx, que la sociología de las religiones. Raros son los marxistas que, como Michael Löwy, han tratado de delimitar sociológicamente fenómenos religiosos; y por cierto que no es casualidad que Löwy se sitúe intelectualmente en la confluencia de Marx y de Weber.
La segunda condición para una buena utilización de la interpretación materialista de la religión consiste en reconocer que solo puede aportar una explicación parcial del fenómeno. De todas las formas ideológicas, la religión es sin duda la más compleja, lo que no deja de guardar relación con la longevidad excepcional y la adaptabilidad de las ideologías religiosas. Alcanzar una comprensión satisfactoria de las religiones exige la movilización de toda la panoplia de las ciencias humanas, en particular la psicología social y el psicoanálisis. Relacionar la religión exclusivamente con el reflejo de las condiciones de vida materiales constituye un reduccionismo a ultranza, más excesivo en este caso que con respecto a todos los demás ámbitos ideológicos. Cuanto más progresan las ciencias humanas sintetizadoras, tanto más capacitados estamos para entender el fenómeno religioso. Con las aportaciones de investigadores contemporáneos como Foucault o Bourdieu estamos mejor armados que los marxistas de épocas anteriores, pero todavía queda mucho trabajo por hacer.
Paradójicamente, en lo tocante a la actitud política con respecto a la religión, me parece que la aportación del marxismo clásico sigue siendo completamente válida. Esta aportación se desconoce en gran medida o se malinterpreta. Contrariamente a lo que pueden pensar algunos, Marx y Engels no eran campeones del ateísmo militante al estilo de Lenin. Como buenos materialistas, eran sin duda radicalmente ateos, pero una vez desvinculados del hegelianismo de izquierda, afirmaron que el ateísmo –definido como la negación de lo divino– no era de gran utilidad. Se burlaron de quienes, imitando a los discípulos de Blanqui o de Bakunin, querían hacer del ateísmo un “artículo de fe obligatorio” y prohibir la religión “por decreto”. Al tiempo que subrayaban la necesidad de que el partido obrero combatiera las costumbres reaccionarias y charlatanescas de la religión, defendieron la libertad de la práctica religiosa contra toda injerencia del Estado. Esta defensa intransigente del laicismo, en el sentido estricto de separación de la religión y el Estado –es decir, el rechazo de la injerencia de la religión en los asuntos del Estado, pero, también, de la del Estado en la religión– me parece más pertinente que nunca.
Actuel Marx: Se habla mucho de retorno de las religiones. ¿Le parece adecuada esta expresión? ¿Cómo analiza usted como marxista este fenómeno, especialmente en las partes del mundo que conoce mejor (Oriente Medio y Próximo)?
Gilbert Achcar: Es innegable que hemos asistido a un recrudecimiento de las religiones, desde el último cuarto del siglo pasado, cosa que algunos han calificado de revancha de Dios. Este fenómeno ha ocurrido con todas las religiones, y en especial las monoteístas. Este es un buen ejemplo de la insuficiencia de la aportación del marxismo clásico, ya que la nueva expansión de las creencias y prácticas religiosas –en particular la de los integrismos religiosos, que pretenden, todos, remodelar la sociedad y el Estado de conformidad con su lectura rígida y literal del corpus religioso– no puede explicarse de manera mínimamente aceptable y convincente como reflejo de la expansión del capitalismo y de su metamorfosis neoliberal.
No cabe duda de que existe una concomitancia entre el llamado retorno de las religiones y la mutación neoliberal del capitalismo, contemporánea al hundimiento del sistema estatal postestaliniano. Sin embargo, como ya subrayé en mi libro de 2002, El choque de las barbaries 7/, la aportación de Émile Durkheim es indispensable para explicar la relación entre, por un lado, el ascenso de la religiosidad y la expansión de los integrismos religiosos y, por otro lado, los cambios históricos que he mencionado. Su concepto de anomia –es decir, la desregulación de las condiciones de vida y la pérdida de referencias– es crucial para la comprensión de lo que ha suscitado la desregulación neoliberal combinada con el fin del imperio postestaliniano.
Durkheim explicó muy bien cómo la anomia socioeconómica y político-ideológica incitan al repliegue identitario sobre factores de solidaridad social como la religión, la familia, la patria. Esta clave analítica ha de combinarse con otra clave –intuición, habría que decir–, que encontramos en el Manifiesto comunista de Marx y Engels, donde explicaban que, frente a la apisonadora del capitalismo en su desarrollo, una parte de las capas intermedias, pequeñoburguesas y consortes, “tratan de hacer girar hacia atrás la rueda de la historia”. La idea del retorno a la preponderancia de la Ciudad de Dios, de la restauración de un pasado que desapareció en la Antigüedad o en la Edad Media –y muy mitificado, claro está– es, en efecto, una dimensión crucial de los integrismos religiosos.
Esta huida hacia atrás, mitificadora del pasado y quimérica, es una reacción perfectamente comprensible ante la adversidad y las desgracias del tiempo presente, máxime cuando lleva a la adhesión a una contrasociedad, ya sea del tamaño de un pequeño clan o de una gran tribu. Este es el contexto en que hay que situar el ascenso especialmente espectacular del integrismo islámico a partir del último cuarto del siglo pasado. Además de las condiciones anómicas generales que he mencionado, a ello han contribuido numerosos factores: la utilización por los gobiernos, casi en todas partes, del integrismo islámico como antídoto contra la radicalización de izquierdas de la década de 1960 ; el papel específico, a este respecto, de la existencia de un Estado integrista, el reino saudí, en la cuna del islam, un Estado vasallo del imperialismo estadounidense; la emergencia en 1979 de un segundo Estado integrista en Irán, ferozmente opuesto al primero y a su soberano; las guerras lanzadas sucesivamente por los dos imperios planetarios en países musulmanes: la URSS en Afganistán, y después EE UU en Irak y otra vez en Afganistán; el papel nefasto del Estado de Israel, autoproclamado Estado judío.
La fuga hacia atrás en el caso del islam resulta tanto más tentadora cuanto que los contornos del pasado a reconstituir parecen bien conocidos para esta religión más tardía que la mayoría de las demás: contrariamente a la imitación de Jesucristo, la imitación del profeta Mahoma –sobre la base de la crónica de su vida relatada por las biografías de carácter religioso, así como del corpus constituido por los hadices (actos y palabras del profeta) y, por supuesto, el Corán– es de naturaleza inmediatamente política y combatiente, y está dotada de un modelo de gobierno. Esto es lo que otorga una fuerza particular a la idea del Estado islámico elaborada por los teóricos contemporáneos del integrismo islámico desde hace un siglo.
Actuel Marx: En este número de Actuel Marx se habla repetidamente de teología de la liberación y de la alianza entre una fracción del mundo católico y el movimiento obrero (entendido en el sentido amplio del término). No ha existido verdaderamente un fenómeno similar en el caso del islam. ¿Cómo lo explica y qué conclusiones extrae usted de cara a las eventuales perspectivas políticas en los países de confesión mayoritariamente musulmana?
Gilbert Achcar: Esto es lo que he tratado de explicar, en la recopilación que ya he citado, recurriendo a la noción weberiana de las afinidades electivas, según la fórmula de Goethe retomada por Weber. Del mismo modo que existen tales afinidades entre el mito, por no decir la realidad, del cristianismo de los orígenes y el comunismo –véase cómo Rosa Luxemburg intentó asimilar el cristianismo primitivo al comunismo en su ensayo de 1905, Iglesia y socialismo–, también existen entre el mito, por no decir la realidad, del islam de los orígenes y el integrismo islámico contemporáneo. Una diferencia importante es que, en el caso del cristianismo, la ortodoxia religiosa oficial se opone enérgicamente a la interpretación comunista, mientras que la ortodoxia religiosa oficial, en el caso del islam, al adherirse a un dogmatismo literalista, favorece la interpretación integrista. Esto se ve reforzado por el hecho de que la ortodoxia islámica está dominada por un islam ultraortodoxo propagado por dos Estados integristas: el reino saudí con el islam suní y la república jomeinista para el islam chií, ambos países que se benefician de una importante renta petrolera.
En estas condiciones, mientras que buena parte de la contestación sociopolítica en las comunidades cristianas, particularmente en los países de Sudamérica dominados por el imperialismo del Norte, ha podido inscribirse a partir de la década de 1960 en esta interpretación comunistizante del cristianismo que es la teología de la liberación, en la mayoría de los casos contra una iglesia oficial aliada de las dictaduras y del imperialismo, en las comunidades musulmanas es la interpretación integrista la que ha desempeñado un papel simétrico, tomando una vía eminentemente reaccionaria. Es sumamente significativo que el mismo año 1979 viera una revolución con dinámica socialista en Nicaragua, con un importante componente cristiano de izquierda, y una revolución con dinámica integrista reaccionaria en Irán, capitaneada por una dirección clerical.
Los y las militantes de izquierda que se confundieron sobre el sentido de la revolución iraní pagaron muy caro su error: fueron brutalmente aplastados por el nuevo poder, a cuyo advenimiento habían contribuido. Esto incluye a la izquierda islámica, representada por el más importante de los movimientos islámicos parecidos a la teología de la liberación cristiana: los Muyaidines del Pueblo Iraní, que se inspiraban en la teología chií de izquierda elaborada por Ali Shariati. Fueron de los primeros en ser eliminados, víctimas de la punta de lanza de la reacción jomeinista, el Hisbolá de Irán. Los Muyaidines del Pueblo degeneraron posteriormente, ya en el exilio.
La experiencia iraní demuestra, por un lado, que en el islam es posible un equivalente aproximado de la teología de la liberación y que incluso ha existido en el caso que acabo de citar. Podemos añadir experiencias más limitadas en el campo del islam suní, la más reciente de las cuales es la de los Musulmanes Anticapitalistas de Turquía, que se dieron a conocer con su participación en el movilización del parque Gezi contra el gobierno conservador musulmán de Erdogan en 2013. Esa misma experiencia demuestra, por otro lado, que es ilusorio esperar que movimientos de este tipo puedan alcanzar proporciones masivas como las que adquirió rápidamente el movimiento integrista reaccionario de los Hermanos Musulmanes. Es ilusorio porque estos movimientos nadan contra la poderosa corriente de la ortodoxia islámica y proponen una interpretación del islam que tiene pocas afinidades efectivas con el islam de los orígenes y que, por consiguiente, son poco creíbles en su intento de reinterpretar este legado.
De hecho, no hay que contar demasiado con la posibilidad de que, por una especie de homoformismo cristiano, surja en la izquierda una réplica musulmana de la teología de la liberación. La izquierda en el mundo musulmán solo será muy marginalmente teológica, por la razón que acabo de explicar. Será básicamente laica, en el sentido de la diferencia entre clérigos y laicos. Dicho de otro modo, más que corrientes religiosas de izquierda son corrientes de izquierda laicas que se reclaman de la fe y del islam como parte importante de su identidad, que han formado parte de la izquierda en los países mayoritariamente musulmanes y han sido incluso en gran medida hegemónicas en esta izquierda. Le nasserismo es el ejemplo más importante de este fenómeno: fue el dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser quien representó más que nadie la radicalización de izquierda en la década de 1960 en los dos espacios arabófono y musulmán. Lo hizo sin duda de un modo dictatorial, pero ello se inspiró en gran medida en el socialismo realmente existente de la Unión Soviética, que en la década de 1960 todavía podía prometer “enterrar” el capitalismo, según la célebre expresión de Jrushchov, sin provocar risas.
En 2012 pudimos ver, en el contexto de la Primavera Árabe, la fortísima atracción que ejerce en el Egipto de hoy la nostalgia de lo que podríamos llamar un nasserismo con rostro humano, democrático, como el representado en la primera vuelta de la elección presidencial de aquel año por el candidato nasserista de izquierda Hamdine Sabbahi. Fue la gran sorpresa de aquellas elecciones, un poco como Bernie Sanders en las presidenciales estadounidenses. Sabbahi fue el candidato más votado en los dos grandes centros urbanos del país, El Cairo y Alejandría, obteniendo en total más del 20 % de los votos, pisando los talones a los candidatos del antiguo régimen y de los Hermanos Musulmanes.
Son corrientes laicas de este tipo las que podrán movilizar en la izquierda a una gran masa de creyentes, y no las corrientes teológicas. Estas corrientes laicas de izquierda rechazan el ateísmo de los marxistas, pero se inspiran en sus análisis, un poco como los partidarios de la teología de la liberación; sus dirigentes son creyentes y practicantes de manera a veces ostentosa, pero su relación con Dios no está mediatizada por el equivalente de un obispo o un papa (cosa que es más fácil en el islam suní que en el islam chií, ya que este último es más clerical, como lo es el catolicismo con respecto al protestantismo). Colocan a Dios de su lado, en cierto modo, y rechazan como impostores a quienes se reclaman de Dios con fines reaccionarios.
En el apogeo de la popularidad del nasserismo, que coincidió con el punto álgido de su radicalización, los Hermanos Musulmanes, percibidos como colaboradores de la monarquía saudí y de la CIA (cosa que era cierta, dicho sea de paso), quedaron marginados y desacreditados en toda la región. Nasser no dudó en denunciar como traidores al islam a los dirigentes saudíes, acusándolos de ser enemigos de los pobres. Las mayorías populares le seguían sin que él tuviera necesidad de argucias teológicas para conseguir su adhesión: es un buen ejemplo ilustrativo del dicho latino vox populi, vox Dei.
Actuel Marx: ¿Puede usted detallar un poco más la situación en Egipto? ¿Se remiten a Marx los nasseristas de izquierda? Y aparte de los herederos de izquierda del nasserismo en el caso egipcio, ¿puede usted citar algunos otros ejemplos de fuerzas de izquierda surgidas de movimientos que se reclamaban del marxismo en esta región? Pienso particularmente en el Partido Comunista Iraquí, que dispone de una implantación bastante sólida y que acaba de ganar las elecciones legislativas en el marco de una coalición.
Gilbert Achcar: Hoy como ayer, el nasserismo de izquierda, sin remitirse a Marx, tampoco es antimarxista. Durante su radicalización en la década de 1960, el régimen nasserista integró en el seno de su partido único, léase en la vanguardiaorganizada del partido, a numerosos marxistas procedentes del movimiento comunista egipcio. La ósmosis ideológica entre naserismo y marxismo llegó a tal punto que a mediados de la década de 1960, y sobre todo tras la derrota infligida por Israel al Egipto nasserista en la guerra de los Seis Días, sectores enteros del movimiento panárabe nasserista se pasaron al marxismo-leninismo con armas y bagajes, en el sentido literal de estos términos, pues fue en particular el caso de organizaciones de lucha armada como el Frente Nacional de Liberación de Yemen del Sur o el Frente Popular para la Liberación de Palestina. Esta ósmosis también se dio en el seno del FLN argelino, sobre todo en el periodo que precedió al derrocamiento de Ahmed Ben Bella en 1965 por parte de la fracción militar dirigida por Houari Boumédienne.
En sentido inverso, hemos visto en el mundo arabófono a partidos comunistas, como los de Marruecos o Sudán, llegar a compromisos con la religión islámica, hasta el punto de que el partido comunista sudanés no dudó en hacer recitar el Corán al comienzo de sus mitines de masas. Es un ejercicio muy peligroso cuando se trata de un gran partido de masas como fue el partido sudanés –uno de los dos grandes partidos comunistas que ha conocido la región, siendo el otro su homólogo iraquí–, pues existe el riesgo de convertir la vox populi en vox Dei. Al final, los comunistas han sido siempre los perdedores en este juego al avalar la mezcla de géneros entre religión y política. Se colocan en el terreno de sus adversarios religiosos e integristas, que aparecen revestidos de mayor legitimidad en este mismo terreno.
Los integristas musulmanes fueron el principal apoyo ideológico de la aniquilación de los comunistas sudaneses tras el golpe de Estado de Omar al Bechir en 1989. Previamente, el integrismo islámico había sido utilizado, en la década de 1980, como fuente de legitimación ideológica por la dictadura de Nimeiry, que había reprimido a los comunistas sudaneses una primera vez en 1971. Los integristas y otros movimientos musulmanes desempeñaron un papel capital, en 1965-1966, en la terrible liquidación del Partido Comunista Indonesio, el partido comunista más grande del mundo después de los de la URSS y China, que también había caído en la mezcla de géneros. La moraleja es que es una empresa vana para los marxistas tratar de hacer la competencia a los integristas y otros reaccionarios islámicos en el terreno teológico. Sin dejar de denunciar la explotación reaccionaria de las creencias religiosas, deben defender enérgicamente la separación de la religión y el Estado y dejar en manos de sus aliados musulmanes progresistas la tarea de combatir la reacción religiosa en las justas teológicas, para las que son más creíbles por ser más auténticos.
En cuanto al Partido Comunista Iraquí (PCI), ahora ya no es más que la sombra de lo que fue en su apogeo a finales de la década de 1950. Después de colaborar con la dictadura baasita en la década de 1970, aquellos de sus miembros que se salvaron del encarcelamiento y del asesinato tuvieron que exiliarse a partir del final de la década. Volvieron a Irak tras el derrocamiento de Sadam Husein por EE UU, pero esta vez colaboraron con las autoridades de ocupación. Estos últimos años han recuperado el aliento y se han implicado en batallas sociales. En este contexto se han aliado con la corriente de Moqtada al-Sadr, líder religioso por herencia, comúnmente calificado de populista y que se diferencia de los demás movimientos chiíes iraquíes por su rechazo de la influencia iraní. Han participado en las elecciones dentro de la coalición dominada por los sadristas. Pero tampoco hay que exagerar: esta última no ganó las elecciones, aunque sí obtuvo el mayor número de escaños, a saber, 54 de un total de 329, entre más de 35 listas representadas en un parlamento muy fragmentado.
Estas elecciones comportaron por lo demás una abstención muy alta, ya que en el voto participaron menos de la mitad de los inscritos. El resultado más espectacular para el Partido Comunista ha sido la elección de una de sus dirigentes –¡una mujer!– en la ciudad santa chií de Nayaf. Sin embargo, esto no deja de ser un juego peligroso al que se libra el PCI, por mucho que no tenga gran cosa que ver con su propio pasado y mucho menos con el marxismo. Para los verdaderos marxistas, en esta parte del mundo, al igual que en todas, cuando se tejen alianzas con fuerzas de orientación ideológica y programática opuesta a la propia en varios aspectos, es imperativo aplicar las cinco reglas formuladas por el revolucionario ruso Alexander Parvus en 1905 8/, reglas que cito a menudo: “1) No mezclar las organizaciones; marchar separados, pero golpear juntos; 2) no renunciar a las propias reivindicaciones políticas; 3) no ocultar las divergencias de intereses; 4) seguir al aliado como se vigila a un enemigo; 5) preocuparse más por aprovechar la situación creada por la lucha que por preservar a un aliado”.
02/2018
https://www.cairn.info/revue-actuel-marx-2018-2-page-101.htm
Traducción: viento sur
Notas:
2/ Achcar Gilbert, Marxismo, Orientalismo, Cosmopolitismo, Barcelona, Bellaterra, 2016.
3/ Abdel-Malek Anuar, El orientalismo en crisis, Diógenes n.º 44, octubre-diciembre de 1963, Buenos Aires, Ed. Sudamericana.
4/ Rodinson Maxime, La fascinación del islam, Madrid, Ed. Júcar, 1989.
5/ Cahen Claude, Les Peuples musulmans dans l’histoire médiévale, Damasco, Éditions Institut français de Damas, 1977.
6/ Leon Abraham, Concepción materialista de la cuestión judía, Madrid, Fundación Federico Engels, 2015.
7/ Achcar Gilbert, El choque de las barbaries, Barcelona, Icària, 2007.
8/ Alexander Parvus fue un revolucionario ruso, una de las figuras clave de la IIª Internacional (1867-1924).
R
No hay comentarios:
Publicar un comentario