Víctor Hugo fue a Notre Dame lo que Cervantes a La Mancha
El incendio de Nuestra Señora de Paris, ocurrido a mediados de este mes, ha provocado sentimientos encontrados. Muchos han sentido la pérdida de uno de los símbolos religiosos más importantes de Europa, otros, por el contrario, -principalmente ateos o personas que albergan un profundo sentimiento anticlerical-, se han tomado el asunto a mofa y han llenado las redes de chistes, algunos geniales.Pero hay una cosa que nadie se ha tomado en broma, donde la burla no ha mutado en palabra en la lengua y la garganta: Con la destrucción de esa emblemática catedral ha vuelto a renacer, cual Ave Fénix, uno de los grandes escritores de todos los tiempos: el inmortal Víctor Hugo y su obra “Notre Dame de Paris”. Y sus dos personajes centrales: Quasimodo, el jorobado, y la gitana Esmeralda, de quien el campanero se enamora profundamente, pues es el único ser del mundo que le ha mostrado bondad y afecto.
Esa historia de amor imposible “entre la bella y la bestia” que se desarrolla en el siglo XV, así como el desprecio y el asco que siente el pueblo por los seres deformados, no ha dejado indiferente a nadie. Quasimodo y Esmeralda son tan queridos y conocidos en Europa como en China, en América como en África, y siguen habitando aún en esos espacios, calcinados o no, que todavía hay en esa catedral que encarna, entre otras cosas, la grandiosidad de los templos dedicados a Dios y el poder de la Iglesia y sus fábricas de opio.
Víctor Hugo (1802-1885) nos dejó también Los Miserables (obra cumbre de todos los tiempos) y otra menos leída, que a mí me encantó cuando me adentré en su mundo hace décadas: “El hombre que ríe”. Si no me falla la memoria, en esa novela el protagonista principal es un vasco que vive en Inglaterra. Su rostro está deformado con una dolorosa mueca que “tiene forma de sonrisa”. El drama está servido. Alguien que vive en el infierno, está condenado a hacer reír a los demás. A ser un cómico.
El maestro del romanticismo del XIX murió el 22 de mayo de 1885 convertido en un héroe nacional, en un mito, al igual que Shakespeare en Inglaterra. Se dice que su ataúd descansó un día debajo del Arco del Triunfo y que, cuando fue trasladado al Panteón de París para su entierro, congregó a una comitiva de unos dos millones de personas.
Víctor Hugo fue a Notre Dame lo que Miguel de Cervantes fue a La Mancha. Se dice que esa parte de España era un lugar aburrido donde nunca ocurría nada interesante. Una zona de paso entre Andalucía y Castilla. El sitio menos idóneo de Europa para colocar en él a un caballero andante que salva a damas y lucha contra monstruos y dragones.
Era como poner a un héroe, vestido con armadura de los pies a la cabeza, en medio del desierto. Galopando y clavando su lanza en una tormenta de arena y abrazándose a un cactus, que confunde con una hermosa princesa de cabellos sedosos. Dulce como Inés Arrimadas, es decir un bello espejismo en la frontera de las dos Españas.
Los caballeros andantes, los torneos, las princesas y los dragones “eran creíbles”, en los libros de caballerías, en Castilla -que a los castillos debe su nombre- y en la mágica Andalucía, donde las damas y caballeros vestían trajes de oro y había material de sobra “para crear hazañas épicas” en un ambiente que inspiró a poetas y aedos durante siglos.
Pero el genio de Cervantes, para ridiculizar aún más el género de los libros de caballería, de los que debía estar harto, pone a Don Quijote y a Sancho en un páramo donde hasta los pájaros pasaban de largo para huir de la canícula.
Y así, la zona más olvidada de España es conocida, gracias a Cervantes, en todo el mundo. Don Quijote y Sancho (lo ideal y lo material), Esmeralda y Quasimodo (La bella y la bestia) pasan a formar parte del alma de la humanidad. Se incorporan “in corpore” (pasan a integrase en el cuerpo) de la colectividad universal.
Pero mientras Víctor Hugo muere con todos los honores y goza del reconocimiento de los grandes maestros de la antigüedad griega, Miguel de Cervantes fallece (casi en la indigencia) y pide ser enterrado en el Convento de las Trinitarias (en el Madrid de los Austrias).
Según el cervantista Francisco Rico, catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro de RAE: “cuando le llegó la hora de morir era viejo y pobre, pero también un hombre socarrón, lleno de ironía, que no se tomaba nada en serio, pero muy cortés”.
Blog del autor: http://m.nilo-homerico.es/reciente-publicacion/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Esa historia de amor imposible “entre la bella y la bestia” que se desarrolla en el siglo XV, así como el desprecio y el asco que siente el pueblo por los seres deformados, no ha dejado indiferente a nadie. Quasimodo y Esmeralda son tan queridos y conocidos en Europa como en China, en América como en África, y siguen habitando aún en esos espacios, calcinados o no, que todavía hay en esa catedral que encarna, entre otras cosas, la grandiosidad de los templos dedicados a Dios y el poder de la Iglesia y sus fábricas de opio.
Víctor Hugo (1802-1885) nos dejó también Los Miserables (obra cumbre de todos los tiempos) y otra menos leída, que a mí me encantó cuando me adentré en su mundo hace décadas: “El hombre que ríe”. Si no me falla la memoria, en esa novela el protagonista principal es un vasco que vive en Inglaterra. Su rostro está deformado con una dolorosa mueca que “tiene forma de sonrisa”. El drama está servido. Alguien que vive en el infierno, está condenado a hacer reír a los demás. A ser un cómico.
El maestro del romanticismo del XIX murió el 22 de mayo de 1885 convertido en un héroe nacional, en un mito, al igual que Shakespeare en Inglaterra. Se dice que su ataúd descansó un día debajo del Arco del Triunfo y que, cuando fue trasladado al Panteón de París para su entierro, congregó a una comitiva de unos dos millones de personas.
Víctor Hugo fue a Notre Dame lo que Miguel de Cervantes fue a La Mancha. Se dice que esa parte de España era un lugar aburrido donde nunca ocurría nada interesante. Una zona de paso entre Andalucía y Castilla. El sitio menos idóneo de Europa para colocar en él a un caballero andante que salva a damas y lucha contra monstruos y dragones.
Era como poner a un héroe, vestido con armadura de los pies a la cabeza, en medio del desierto. Galopando y clavando su lanza en una tormenta de arena y abrazándose a un cactus, que confunde con una hermosa princesa de cabellos sedosos. Dulce como Inés Arrimadas, es decir un bello espejismo en la frontera de las dos Españas.
Los caballeros andantes, los torneos, las princesas y los dragones “eran creíbles”, en los libros de caballerías, en Castilla -que a los castillos debe su nombre- y en la mágica Andalucía, donde las damas y caballeros vestían trajes de oro y había material de sobra “para crear hazañas épicas” en un ambiente que inspiró a poetas y aedos durante siglos.
Pero el genio de Cervantes, para ridiculizar aún más el género de los libros de caballería, de los que debía estar harto, pone a Don Quijote y a Sancho en un páramo donde hasta los pájaros pasaban de largo para huir de la canícula.
Y así, la zona más olvidada de España es conocida, gracias a Cervantes, en todo el mundo. Don Quijote y Sancho (lo ideal y lo material), Esmeralda y Quasimodo (La bella y la bestia) pasan a formar parte del alma de la humanidad. Se incorporan “in corpore” (pasan a integrase en el cuerpo) de la colectividad universal.
Pero mientras Víctor Hugo muere con todos los honores y goza del reconocimiento de los grandes maestros de la antigüedad griega, Miguel de Cervantes fallece (casi en la indigencia) y pide ser enterrado en el Convento de las Trinitarias (en el Madrid de los Austrias).
Según el cervantista Francisco Rico, catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro de RAE: “cuando le llegó la hora de morir era viejo y pobre, pero también un hombre socarrón, lleno de ironía, que no se tomaba nada en serio, pero muy cortés”.
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