martes, 24 de agosto de 2021

Un día en la moribunda justicia británica

Un día en la moribunda justicia británica Tweet about this on TwitterShare on FacebookEmail this to someone Por John Pilger | 18/08/2021 | Conocimiento Libre Fuentes: Counterpunch Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo El jueves 12 de agosto estuve sentado en los Reales Tribunales de Justicia de Londres junto a Stella Moris, la compañera de Julian Assange. Conozco a Stella desde que conozco a Julian. Ella también es una voz que clama por la justicia, procedente de una familia que luchó contra el fascismo del apartheid. Hoy su nombre fue pronunciado en el tribunal por una abogada y un juez, personas nada memorables si no fuera por el poder que les otorga su cargo. La abogada, Clair Dobbin, está a sueldo del régimen de Washington, antes del de Trump y ahora del de Biden. Es la sicaria de Estados Unidos, o la “conseguidora”, como ella preferiría que la llamaran. Su objetivo es Julian Assange, alguien que no ha cometido ningún crimen y ha desempeñado un servicio público de carácter histórico al revelar los actos criminales y los secretos en los que los gobiernos, especialmente los que se consideran democráticos, basan su autoridad. Para aquellos que puedan haberlo olvidado, Wikileaks, organización de la que Assange es fundador y editor, desveló los secretos y mentiras que condujeron a la invasión de Irak, Siria y Yemen, el papel criminal del Pentágono en docenas de países, el plan de acción para la catástrofe de veinte años que ha sido Afganistán, los intentos de Washington por derribar gobiernos electos, como el de Venezuela, la connivencia entre supuestos adversarios políticos (Bush y Obama) para suprimir la investigación sobre la tortura y los planes de la CIA (desvelados en los documentos denominados Vault 7) para convertir su teléfono móvil e incluso su aparato de televisión en espías. Wikileaks publicó casi un millón de documentos de Rusia que permitieron a sus ciudadanos alzarse por sus derechos. Reveló que el gobierno australiano había conspirado con el de EE.UU. contra uno de sus ciudadanos, Julian Assange. Puso nombre a los políticos australianos que habían pasado “información” a EE.UU. Realizó la conexión entre la Fundación Clinton y el ascenso del yihadismo en los Estados del Golfo armados por Estados Unidos. Todavía hay más: Wikileaks reveló la campaña de EE.UU. destinada a moderar los salarios en “países maquila” como Haití, la campaña de tortura de la India en Cachemira, el acuerdo secreto del gobierno británico para proteger los “intereses estadounidenses” en su investigación oficial sobre Irak y el plan del Foreign Office británico para crear una falsa “zona de protección marítima” en el Océano índico, con el fin de negar a los habitantes del archipiélago de Chagos el derecho a regresar a sus hogares. En otras palabras, Wikileaks nos ha informado verazmente de quienes nos gobiernan y nos llevan a la guerra, permitiéndonos ser críticos con la propaganda precocinada y repetitiva que llena los periódicos y las pantallas de los televisores. Eso es el verdadero periodismo. Y por el crimen de hacer verdadero periodismo, Assange ha pasado la mayor parte de la última década encarcelado, de una forma o de otra, incluyendo la prisión de Belmarsh, un lugar terrible. Diagnosticado con el síndrome de Asperger, Julian es un intelectual visionario motivado por su convicción de que la democracia no es democracia si no es transparente y rinde cuentas ante sus ciudadanos. La semana pasada Estados Unidos buscaba la aprobación del tribunal supremo británico para ampliar los términos de su apelación contra la decisión tomada en enero por la juez de distrito, Vanessa Baraitser, de denegar la extradición de Assange. Baraitser aceptó la profundamente perturbadora evidencia presentada por una serie de expertos según la cual la vida de Assange correría peligro si entrara dentro del infame sistema carcelario de EE.UU. El profesor Michael Kopelman, una autoridad mundial en neuropsiquiatría, había declarado que Assange encontraría el modo de acabar con su vida como resultado directo de lo que Nils Melzer, el Relator de Naciones Unidas sobre la Tortura, describió como el “cobarde acoso” a Assange por parte de los gobiernos y de sus lacayos mediáticos. Quienes estuvimos en la sala de Old Bailey el pasado septiembre y escuchamos el testimonio de Kopelman quedamos conmocionados y conmovidos. Yo estaba sentado junto al padre de Julian, John Shipton, que se cubría la cabeza con las manos. El tribunal pudo escuchar también el descubrimiento de una cuchilla de afeitar en la celda de Julian en Belmarsh, que había hecho llamadas desesperadas a [la ONG de prevención del suicidio] los Samaritanos, escrito notas y muchas otras cosas que nos dejaron a todos consternados. Tras escuchar al abogado principal a sueldo de Washington, John Lewis (un antiguo militar que utiliza la fórmula servilmente teatrera “ajá” con los testigos de la defensa) reducir estos hechos a “fingimiento” y al “falso testimonio” de los expertos, nuestro espíritu se animo con la respuesta de Kopelman, cuando explicó que el propio Lewis le había buscado en otra ocasión para que diera su opinión experta en otro caso. La compinche de Lewis es Clair Dobbin, que tuvo su gran día en la audiencia del jueves pasado. Ella se encargó de redondear las calumnias a Kopelman. Un estadounidense con cierta autoridad se sentaba tras ella en la sala. Dobbin afirmó que Kopelman había “engañado” a la juez Baraitser en septiembre porque no había divulgado que Julian Assange y Stella Moris eran pareja y que sus dos hijos, Gabriel y Max, fueron concebidos durante el periodo en que Julian había buscado refugio en la embajada ecuatoriana en Londres. Aparentemente este hecho restaba importancia al diagnóstico médico de Kopelman: que Julian, encerrado en aislamiento en la prisión de Belmarsh y enfrentado a su extradición a EE.UU. sobre la base de falsos cargos de “espionaje”, había sufrido una grave depresión psicótica y había planeado, o incluso había intentado, acabar con su propia vida. Por su parte, la juez Baraitser no observaba ninguna contradicción. Desde marzo de 2020 conocía la naturaleza de la relación entre Stella y Julian, y el profesor Kopelman había hecho referencia a ella en su informe de agosto de 2020. Así pues, tanto la juez como el tribunal tenían pleno conocimiento de la misma antes de que se celebrara la principal audiencia sobre la extradición en septiembre. En su veredicto de enero Baraitser afirmó: “[El profesor Kopelman] evaluó al Sr. Assange en el periodo entre mayo y diciembre de 2019 y estaba en inmejorable disposición para considerar sus síntomas de primera mano. Ha sido sumamente cuidadoso en proporcionar un relato documentado sobre los antecedentes del Sr. Assange y su historial psiquiátrico. Ha prestado la máxima atención a las notas médicas de la prisión y ha proporcionado un detallado resumen anexo a su informe de diciembre. Es un médico forense experimentado y era plenamente consciente de la posibilidad de exageración o fingimiento de enfermedad. No hay razones para dudar de su opinión clínica”. Añadió, además, que “no había sido engañada” por la exclusión de la relación entre Stella y Julian en el primer informe de Kopelman y que entendía que Kopelman estaba protegiendo la intimidad de Stella y de sus dos hijos pequeños. En realidad, como bien sé, la seguridad de la familia siempre ha estado amenazada. Como muestra les contaré que un guardia de seguridad de la embajada confesó que le habían pedido que robara uno de los pañales del bebé para que una empresa contratada por la CIA pudiera analizar su ADN. Ha habido una sarta de amenazas que no se han hecho públicas contra Stella y sus hijos. Para EE.UU. y sus mercenarios legales en Londres, dañar la credibilidad de un renombrado experto al sugerir que retenía esta información era una forma, con la que sin duda contaban, de dar nuevo impulso a su debilitado caso contra Assange. En junio el periódico islandés Stundin informó de que un testigo clave de la acusación contra Assange admitió haber fabricado la evidencia. La acusación de “pirateo” que EE.UU. tenía la esperanza de usar contra Assange si podían echarle las manos encima dependía de esta fuente y este testigo, Sigurdur Thordarson, un informante del FBI. Thordarson había trabajado como voluntario para Wikileaks en Islandia en 2010 y 2011. En 2011, cuando se levantaron cargos penales contra él, contactó con el FBI y se ofreció como informante a cambio de lograr inmunidad ante cualquier acusación. Resulto que era un estafador convicto que malversó 55.000 dólares de Wikileaks y había cumplido dos años de prisión. En 2015 fue sentenciado a tres años más por delitos sexuales contra muchachos adolescentes. El Washington Post considera que la credibilidad de Thordarson es el “núcleo” del caso contra Assange. En la audiencia de la semana pasada, el presidente del Tribunal Supremo Holroyde no hizo mención alguna a este testigo. Su motivo de preocupación era que la juez Baraitser hubiera dado demasiado peso al testimonio del profesor Kopelman, un hombre venerado en su campo. Afirmó que era “muy poco habitual” que un tribunal de apelación tuviera que reconsiderar las evidencias aportadas por un experto y aceptadas por un tribunal inferior, pero estuvo de acuerdo con la Sra. Dobbin en que eran “engañosas”, aunque aceptó la “respuesta comprensiblemente humana” de Kopelman con el fin de proteger la privacidad de Stella y de los niños. Si usted es capaz de descifrar la lógica arcana de todo esto, posee una capacidad de comprensión mayor que la mía, que he seguido este caso desde el principio. Es obvio que Kopelman no engañó a nadie. La juez Baraitser –cuya hostilidad personal hacia Assange fue evidente durante el juicio– declaró no haber sido engañada, ese tema no era una cuestión; no tenía importancia alguna. Entonces ¿por qué el presidente del Tribunal Supremo Lord Holroyde dio un giro al lenguaje con sus legalismos equívocos y envió a Julian de vuelta a su celda y a sus pesadillas? En ese lugar tendrá que esperar hasta la decisión final que se tome en octubre y que, para Julian, es una decisión de vida o muerte. ¿Y por qué Holroyde dejó que Stella saliera de la sala del tribunal temblando de angustia? ¿Por qué es “poco habitual” este caso? ¿Por qué arrojó una balsa salvavidas a la banda de matones del fiscal del Departamento de Justicia de Washington –que tuvo su gran oportunidad bajo la presidencia de Trump y que había sido rechazada por Obama– cuando su caso podrido y corrupto contra un periodista ejemplar se hunde como se hundió el Titanic? Eso no significa necesariamente que en octubre toda la bancada del Tribunal Supremo vaya a ordenar la extradición de Assange. Supongo que en las capas superiores de la estructura que constituye el sistema judicial británico existen personas que creen en la verdadera ley y la verdadera justicia, de las que el término “justicia británica” toma su consagrada reputación en la tierra de la Carta Magna. Ahora recae sobre sus hombros armiñados la responsabilidad de que esa historia viva o muera. Me senté con Stella en la columnata del tribunal mientras ella bosquejaba unas palabras para la multitud de medios de comunicación y simpatizantes que esperaban afuera al sol. Un taconeo precedió a la peripuesta Clair Dobbin, con su ondeante cola de caballo, que caminaba con su carpeta de archivos y su apariencia de seguridad: alguien capaz de afirmar que Julian “no está tan enfermo” como para considerar el suicidio. ¿Cómo puede ella saberlo? ¿Acaso ha atravesado la Sra. Dobbin el laberinto medieval de Belmarsh para sentarse con Julian, como han hecho los profesores Kopelman y Melzer, como ha hecho Stella, o como he hecho yo mismo? No importa. Estados Unidos ha prometido ahora no encerrarle en un infierno, al igual que “prometió” no torturar a Chelsea Manning, la misma promesa. ¿Acaso ha leído ella la filtración de Wikileaks de un documento del Pentágono fechado el 15 de marzo de 2009? En él se vaticinaba la guerra actual contra el periodismo. Los servicios de inteligencia de EE.UU., afirmaba, tenían la intención de destruir el “centro de gravedad” de Wikileaks y de Julian Assange mediante amenazas y “procesamiento penal”. La lectura de sus 32 páginas no deja lugar a dudas de que su objetivo era silenciar y criminalizar al periodismo independiente y la difamación el método elegido. Intenté cruzar la mirada con la Sra. Dobbins pero siguió su camino con decisión: misión cumplida. En el exterior Stella se esforzaba por contener la emoción. Es una mujer valiente, al igual que su compañero es un hombre de coraje. “De lo que no se ha hablado hoy –dijo Stella– es de por qué yo temo por mi seguridad, por la de mis hijos y por la vida de Julian. Ni de las amenazas y la intimidación constantes que hemos soportado durante años, que nos han aterrorizado y han aterrorizado a Julian durante 10 años. Tenemos derecho a vivir, tenemos derecho a existir y tenemos derecho a que esta pesadilla se acabe de una vez por todas”. John Pilger es un periodista, escritor y documentalista antiimperialista australiano. Merecedor de múltiples premios y muy crítico con los grandes medios. Ha apoyado a Assange a lo largo de su reclusión. Se le puede seguir en su web www.johnpilger.com Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/08/13/a-day-in-the-death-of-british-justice/ El presente artículo puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y nombrar a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.

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